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—Perdí. Esa tarde perdí la razón. No me importan los intentos de salvar mi mente en consultas psicoanalíticas. Todo me resulta una mueca, un disparo en la sien.  Aun así, todas las mañanas vuelvo al gesto que me enterró viva: marcar su número telefónico. Todas las mañanas, lo primero que hago al abrir los ojos, es marcar su número de forma compulsiva. Obsesionada, fanática, necesito escuchar el pulso del sonido telefónico, afincando la ausencia, la definitiva ausencia de mi hijo.

Andrés… Andrés era periodista. Le apasionaba el periodismo de corte político-social. Le obsesionaba el país. Dormía poco pensando estrategias para educar a la gente en materia informativa. Sí, Andrés era un idealista. Su día se desarrollaba entre el periódico, la radio y la investigación. Le llevaba el pulso a una serie de políticos corruptos que no le perdonaron su osadía: desnudarlos ante la opinión pública.

A Andrés lo secuestraron una tarde, saliendo del periódico. Lo torturaron, violaron, hicieron picadillo sus músculos y vísceras, al punto de… Sí, perdí. Esa tarde perdí la razón… El secuestro y la tortura duraron una semana, o más bien un siglo. El tiempo es una eternidad cuando un hijo es secuestrado. El tiempo deja de tener algún sentido cuando te matan a un hijo. Al menos eso creo para no gritar contra las paredes que estoy muerta.

Esperé con fe ciega. Con el cuerpo empapado de lluvia y miedo. La imagen negra de mis días por venir. Mi mente estaba fija en los ojos de mi hijo, en esa mirada última que jamás se borrará de mi memoria. El pasillo del hospital estaba solo. Solo se escuchaba el sonido de los carros al acelerar su avance. Un sonido transformado en bisturí, abriendo hasta lo imposible la llaga del dolor. No podía escuchar nada más, mis sentidos se ahogaron en la inminencia.

Estuve sentada doce horas contemplando la puerta del quirófano, esperando una noticia que cambiara mi angustia, por una amargura pasajera, típica de estos tiempos de mierda en Venezuela. No fue así. Mi corazón se detuvo al ver al médico. Lo miré fijamente a los ojos, obligando al destino torcer su rumbo. “Luego de doce horas…”, dijo el médico. No hizo falta decir más. Era suficiente para saber que Andrés estaba muerto.

¿Qué siente una madre ante su hijo muerto? ¿Cómo se reconcilia con la vida llevando encima esa imagen descarnada? Hay momentos donde el dolor de las entrañas es tan grande que no se puede definir. Es como si te robaran la capacidad de sentir. Una se vuelve un eclipse de realidad.

Me acerqué al cuerpo de Andrés, lentamente, creyendo que en cualquier momento podía despertar como todas las mañanas, apurado y hambriento. La mente es un laberinto lleno de espejismos. Junto a él, solo pude concentrarme en respirar. Cerré los ojos y percibí su aroma, una fusión de sangre y pólvora tatuado en mi mente para siempre.

Acerqué mi rostro a sus pies, y recorrí su cuerpo, oliéndolo. Quise registrar milimétricamente ese momento con mi hijo, aunque mi psique se hiciera añicos. Al llegar a su pecho reposé mi oído. El dolor es un corazón ahogado en el vacío, un sonido sin sonido, que nos seca el aliento. No pude resistir estar así y me levanté a los pocos segundos. Abrí los ojos para sentirme real, angustiosamente real. Fue cuando pude aceptar que mi hijo estaba muerto.

Mis lágrimas caían en su rostro, como una lluvia mansa acariciando la belleza de su piel. Sequé mis lágrimas en su rostro con las manos y mis dedos sintieron un delgado hilo de sutura, transformando el dolor en una descomunal enajenación. La autopsia, no me preguntes cómo coño lograron determinarlo, arrojó que a mi hijo le arrancaron los ojos estando vivo… a mi hijo le habían arrancado los ojos, a mi la vida.

Manuela se quedó en silencio. Sus ojos contemplaban los de su hijo, el único panorama posible para su vida desmembrada. No lloró. Los que van muertos en vida se les secan las lágrimas. Así pasamos varias horas durante la tarde, silenciados. Era imposible articular una palabra. Manuela había hecho un pacto con la muerte: no irse de este plano hasta hacer justicia. Y para ello tenía como aliados al silencio y la soledad. Manuela necesitó vaciarse de sí misma para que la imagen de su hijo ocupara toda su memoria. Era lo único que le quedaba, lo único que para ella sería eterno, el amor a su hijo y una vida sin vida.

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Yorgenis Ramírez
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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter

Colaborador articulista de The Wynwood Times

Columna: Apuntes desde el vértigo