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Bajo los tiempos imperantes de la inmediatez y el streaming, el espectador común ha conseguido acostumbrarse a una suerte de comodidad aprehendida, casi como aquella máxima que incita a la siembra de una desesperanza generalizada sobre la sociedad para garantizar –en mayor o menor medida– el manejo de su inconsciente colectivo. 

Aquello que sorprende hoy deja de ser importante mañana. Lo que debería cautivar pasa por desapercibido. Y entonces, ya casi nada sacude, sino que satisface pasivamente. 

La costumbre comienza a desarrollarse con la selectividad pasiva que supone el consumismo. Al haber una infinidad de productos allá afuera, el espectador se cohíbe dejándose llevar de la mano por algoritmos reduccionistas hasta el punto de la renuncia voluntaria de la libre elección, pues no puede controlar por sí mismo el espectro al que está expuesto ni tampoco le interesa. Y como ello no significa ningún esfuerzo, se automatiza en el subconsciente como un incentivo natural del placer asegurado.

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No hay sino la ilusión de que se elige por voluntad propia aquello que se consume. El exceso extasiado de racionalidad invade gran parte de los escenarios y posibilidades que, además, condicionan tanto al público como al realizador. Y ocurre así una especie de bucle solidificado que estanca y reduce el flujo continuo en sus sentidos de apreciación.

Todo parece conspirar para que ya nada resulte ni siquiera intranquilo. Lo que molesta es señalado hasta la asfixia. Lo que indaga es acusado de gula. Por eso, ya casi todas las grandes producciones que las mayorías esperan con ansias para satisfacer sus comodidades básicas, terminan siendo un eco de lo mismo.

Es decir, se va perdiendo la sapiencia del paladar, el juicio para reconocer lo sublime de lo banal, la pureza ingenua de la técnica, la intención individual de entre los medios.

Se suele caer en el fácil olvido de las imágenes más sobrecargadas, de las líneas narrativas más desgarradoras. Subestimadas a primera vista porque al escavar en sus orígenes y en lo que ello denota, causa serias preocupaciones para el bolsillo de los ejecutivos, que se creen con el derecho de trastocar el espíritu de las películas desde el momento en que las financian. 

El verdadero valor de una obra –en el sentido más rigurosamente formal– pasa a un segundo plano en la cultura de la comodidad. No importa tanto su aproximación a los grandes temas universales, ni su falta de ética o precaria propuesta conceptual, tampoco los aciertos estéticos y discursivos ni las aproximaciones a recursos simbólicos reinventados, sino su capacidad de satisfacer el pulso inmediato de la industria e incentivar su permanencia en las burbujas de opinión.

Está la creencia de que mientras más se hable de algo, sin importar cómo, deviene en su validación y miramiento irrebatibles. Cada vez se abren nuevos canales para la conversación que no hacen otra cosa más que alabar lo de siempre y subestimar la sensibilidad de las nuevas generaciones, en parte porque se ha reemplazado al debate por la charla complaciente. 

Se subestima con el señalamiento realista, con la aparente atención en demasía y los elogios forzados. Se subestima también con el silencio, con la lluvia de apologías insípidas y conclusiones fulminantes después de apenas unas primeras lecturas.

El problema se agrava porque al no haber juego ni rompimiento cuando se acude a los arquetipos narrativos por excelencia, el cine en sí mismo se despersonaliza. El lenguaje –único refugio inexpugnable–, o más bien su intencionalidad, se coarta en cada cuadro. Poco a poco van llenándose a diario las agendas que, al final del día, se vacían sin reparo. 

El pronóstico, aunque fatalista, aún deja un hueco para respirar el aire reprimido en las historias de todos los cineastas anónimos que se pierden en las grietas del tercer y cuarto mundo. Historias que hoy no pueden materializar por el solo hecho de encontrarse físicamente encerrados en sociedades opresivas y que, resignándose, miran con tristeza y desdén la neblina cegadora. 

Cualquiera se lavaría las manos desde su cómoda poltrona alegando que no hay tiempo para pensar en viajes introspectivos. Y entonces los mandarían a «pisar tierra». 

Pero quizá en esos lugares lejanos, en callejones desolados y en plazas abandonadas es donde más merece la pena hacerlos. Quizá en esos sitios comiencen a filmarse películas tan grandes como prohibidas. Películas que sean (y no sean) de este tiempo, que propongan introspecciones peligrosas y muestren cicatrices, heridas abiertas y gangrenas, y que las hagan parecer hermosas. Quizá se han escrito ya, pero el mundo de hoy –aun teniendo los medios– irónicamente sigue sin poder acceder a ellas. 

Es este el retrato del difícil cine de lo reprimido, que en los silencios se hace y se nutre de iras y atropellos y balazos en la sien, que traduce su apuesta en necesaria transgresión, en poesía sin pudor y en desnudez incómoda. Algún día se quebrarán las aguas y empezará su propia corriente. Solo el tiempo se encargará de reivindicarlo.

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Rafael R. Vargas
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Escritor venezolano, poeta y crítico de cine