Por Jason Maldonado.
La mejor manera de iniciar estas breves palabras sobre Las verdades cuadradas de Heberto José Borjas es recordando la memorable y maravillosa frase de León Tósltoi con la que da inicio a su inmortal Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”. Sé que esta cita está más que trillada pero, ¿no es una maravilla? Así que a contar calabazas, auyamas o zapallos. En el colegio aprendí que la familia es la célula fundamental de la sociedad, y el autor en esta su más reciente publicación, lo refrenda, con todas las taras que pueda tener cada familia, porque todas, absolutamente todas, las tienen.
De entrada, ya el título es un juego de palabras con respecto a lo que hallaremos en cada página, pues Joaquina que es quien lleva la voz narradora, cuenta la supuesta historia de su familia, los Cuadrado, pero tendremos que ir desempolvándola para ver si lo contado son “verdades” o invenciones de una muchacha venezolana, y para mayor detalle, maracucha. Las verdades cuadradas está dividida en una suerte de tríptico: I El que cuenta primero; II Derecho a réplica y, III, Las verdades cuadradas. Asistiremos a buena parte de la historia de cada uno de los miembros de esta pintoresca familia zuliana, por un lado, y por el otro, a la historia contemporánea de Venezuela con algunos símiles de importancia que se vieron reflejados en el espejo del otro lado de la frontera, en Colombia. No sabemos cuál historia sirve de excusa a la otra, es decir, si las particularidades de los Cuadrado a desmontar y recordar en buena parte la debacle venezolana gracias a la perturbadora revolución bolivariana o ésta a través del recuento de algunos hechos penosos de la política venezolana, al desmembramiento y traumas de la familia Cuadrado.
Para acercarnos a lo descrito anteriormente, la voz narrativa alude al lector con ese parejerismo tan típico del latino, y especialmente, del marabino o maracucho (los nacidos en Maracaibo, capital del Estado Zulia), al impeler a esos posibles lectores como “primos”, manera común que tienen los locales de abordar a quien sea. O como se diría en cualquier parte de Venezuela: la voz narrativa es “confianzúa”. La misma nos lleva a la vida de Camilo y Gerania, los abuelos que tuvieron que salir de Colombia buscando un mejor futuro en Venezuela, porque hasta finales de los 90 del siglo pasado fue así y no alrevés, hasta lograr establecerse en la sempiterna calurosa Maracaibo en donde nacieron sus ocho hijos: Bernardo, Anais (madre de Joaquina), Nuria, Silverio, Sófocles, Ernesto, Libia y Zobeida. Todos bisnietos de quienes dieron origen a esta saga familiar que vino al mundo en Colombia: Juan Cuadrado Prado y Eneida Carvajal de Cuadrado.
Los personajes, pero especialmente Joaquina, narra los hechos con tintes filosóficos que, por graciosos que pudieran ser en algunas ocasiones, de igual modo llaman a la reflexión, no solo de los familiares que leen el manuscrito que pretende convertir en novela alguna día, sino también de los lectores reales de Las verdades cuadradas, en donde también hay espacio para las creencias y supersticiones tan típicas del venezolano y el latinoamericano en general, “porque la mala vibra existe”, según dice Joaquina, y por la terrible maldición que Yáscara Carrillo echara sobre los Cuadrado: “«Vos y los de tus siguientes generaciones estarán malditos de mala suerte. Tus hijos nacerán sin mantilla»”, intento de sortilegio con el cual comenzaron las desgracias de los Cuadrado.
Heberto José Borjas pone toda la carne en el asador de Las verdades cuadradas, primero y principal para mantener viva su esencia zuliana. Allí están presentes muchísimos referentes de la región que también pasaron a ser referentes nacionales como “Rafael María Baralt, primer hispanoamericano individuo de Número de la Real Academia de la Lengua, pa’ que sepáis»”; la histórica explosión del pozo Zumaque I, el primero en comenzar a extraer petróleo en Venezuela o la hermosa historia que da origen a la Basílica de la Virgen de Chiquinquirá y la devoción por ella, por mencionar solo algunos. En segundo lugar están los hitos que apuntan hacia la política nacional. Por ejemplo: “Maikel Moreno, un tipo con prontuario policial por homicidio, de verbo pobre, que hoy preside la máxima corte de la nación”, por solo mencionar uno de tantos que aparecen con sus propios nombres y apellidos (se pueden imaginar quiénes); y tercero, el agradecimiento y respeto por el país que lo acoge, Colombia, tal como han hecho ya millones de venezolanos que buscan un mejor destino para sus vidas alrededor del mundo, igual que hicieron en la ficción Camilo y Gerania en los años 50 del siglo pasado.
Más allá de los orígenes que dan inicio a las ficciones de esta historia, es el legítimo temor que siente Joaquina por repetir los errores de su madre –el mismo temor que puede sentir cualquiera con respecto a sus progenitores–, lo que da inicio a todo lo narrado: “Empecé este libro sin saber a dónde iba, como un ejercicio catártico. Ahora me envuelve este hilo de araña; oigo el canto de una epopeya… El relato de nuestra familia, tomado de la mano con la historia de la patria, se ha fundido en un prontuario común de infamias y decepciones.” Por ello mismo se entrega a una escritura desaforada, por el simple hecho de conocer la verdad o lo que ella cree que es la verdad: “Supongo que eso es la escritura: un deambular por lugares que uno se atreve a explorar sin saber cómo terminará el paseo… Las versiones que han llegado a mis oídos son desiguales. Me han complicado la labor de establecer una verdad.” No obstante, y ya apuntando hacia el final, hay un atisbo de reconciliación entre la abuela tajante, la madre contundente pero reflexiva y una Joaquina temeraria ante la vida, muy a pesar de lo dicho por la tía Nuria, quien sentencia: “Nada va a limpiar los errores de ningún Cuadrado”.
Como ha sucedido en el medio literario venezolano actual, aunque editado y publicado en Colombia, Las verdades cuadradas pasa a formar parte de ese creciente grupo de obras que viene a dejar su huella dentro de los textos que critican y denuncian el evidente desastre que ha dejado la política corrupta del régimen actual. Sufrí nuevamente leyendo sobre las trampas electorales; me emocioné con aquel engaño mal llamado Operación Libertad con la cara de un Leopoldo López y un Guaidó por los lados de la autopista Francisco Fajardo; me ilusioné con aquel concierto en Cúcuta, ahí en la frontera colombo-venezolana, entre otros referentes inevitables. Pero también es una novela de refutaciones entre sus personajes, un intento bien logrado de retablo en cuanto a la variedad de integrantes que cada familia tiene; “memorial familiar” que se puede parecer al de cualquiera, sea de Maracaibo; del este o del oeste caraqueño; o de cualquier estrato social de la fría Bogotá. Las verdades cuadradas en un libro redondo de principio a fin.
Fun facts:
- No conozco en persona a Herberto, pero he leído buena parte de la obra de este primo maracucho. Aunque sí conozco a su hermano, Luis Fernando, cantante de Guaco.
- Como lector le agradezco al autor que haya conservado la identidad, las voces, las jergas y la idiosincrasia de lo que nos hace venezolanos (y a los maracuchos… maracuchos).
- La primera vez que viajé a Maracaibo entendí porqué era la ciudad más fría de Venezuela, en aquellos días en que el servicio eléctrico no era una problema.
Heberto José Borjas también es actor. Pueden verlo en la serie «Perdida» (Netflix).
Licenciado en Letras y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
El ojo del vientre