Por María Luisa Angarita
Seudónimo: Sonia García
El día que abordaron el avión, sabían que era el inicio de un futuro incierto. Tan inmediato como atemorizante, tan necesario como inexorable. No habían cambiado los planes de un minuto a otro, aunque la decisión final la tomaron dos meses antes, cuando pusieron sus vidas en venta a cambio de uno pocos dólares con los cuales pretendían reiniciar desde cero.
Verlo desde afuera es como contar una historia incomprensible, ilógica, una historia que solo puede comprender quien se ha ido. Sus amigos no los entendieron, sus hermanos de la iglesia los escucharon muy tarde ya, para después de los abrazos fingidos, enterrarlos en el olvido. Y sus padres, sus padres solo supieron aceptar, entre el dolor y la angustia, que se llevaran a su nieta preferida tan lejos y para siempre.
Cuando subieron al avión sabían que no había marcha atrás, que finalmente habían cambiado sus controladas vidas a cambio de la incertidumbre, la extranjería y el exilio. Aún no comprendían el dolor que les esperaba, bajo la emoción sosegada por la angustia, no alcanzaban a divisar la terrible sensación de duelo eterno que se abraza en el exilio.
Su hija sí lo sabía, lo supo desde el día que vio su closet vacío y expresó, como quien sostiene un lamento: “Se acabó el apartamento nuevo, se acabó la habitación de…”. Ella lo supo también cuando sus padres observando el avión tras el ventanal de Maiquetía le revelaron, porque ya no había más opción, que esa sería la última vez que estaría en Venezuela; y ella, lista para muchas cosas menos para las distancias, solo alcanzó a decir: “No mami no, para siempre no”, mientras su mamá la retenía en un abrazo profundo donde se les escapaba el alma.
Razones sobraban para irse, pero solo alcanzaron a decidirse el día que el doctor de turno, que no digamos el de cabecera porque ese también se había ido, les confirmó que la niña necesitaba una nueva cirugía, la cuarta ya, pero que no sería como la habían pensado.
Una nueva dosis de realidad les golpeó de frente. Ya se encontraban sin dinero para cubrir la cirugía, sin seguro porque los docentes venezolanos no cuentan con esas utopías, y sin terapistas, ni inclusión escolar, ni nada. Entonces irse se convirtió de pronto en la única esperanza, la única posibilidad de futuro para esa niña que aun llora por sus juguetes y que no entenderá nunca la razón de sus padres. Esa razón que es siempre ella.
En dos meses lo alistaron todo y se aferraron a la fortaleza de una fe que aun los aguanta. Sin despedidas largas, sin lamentos, contaron los segundos como las cuentas de un rosario. Atrás quedaba la vida, sus vidas, y con ellas el mundo conocido. En su equipaje 23 kilos de afectos, algo de ropa y algunos juguetes, más una biblia para no perder el camino.
Aterrizaron en un país extraño, 24 horas después de su partida. La hermana de ella los recogió en el aeropuerto, para iniciar sin tregua el nuevo camino. Un camino colmado de ausencias y silencio. 10 meses van de aquél evento, 10 meses de trámites, angustias y médicos. Al menos el hospital de renombre recibió a la niña, junto a tres fundaciones que salieron prestas a su encuentro. El colegio y sus maestros le acogieron con fuerza, como para darle un poco de soporte a su desarraigo.
El día que escaparon aún no sabían de añoranzas. Ahora solo resta que logren entender, incluida la niña, que el exilio, es para siempre un duelo.
Por The Wynwood Times