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UN SOPLO, UNA ACEITUNA Y CUATRO PATITAS BLANCAS

(Un cuento navideño del editor)

Por Rafael Baralt Lovera.

Después de casi un año empecinado en nadar contracorriente, asumí la derrota y volví a buscar empleo. Debía reconocer que antes, al menos, contaba con una entrada fija de dinero cada quincena. El emprendimiento no funcionó para mí. ¿A quién se le ocurre comenzar un negocio de ventas por Internet en un país tan inestable como este? Sólo yo, empeñado en la tonta idea de independizarme, me dejé persuadir. Invertí toda mi liquidación. Al cabo de once meses me encontraba en bancarrota, en el total abandono de mí mismo, un divorcio encima y con una proliferación sorpresiva de canas.

Sin más motivación que la necesidad misma, desempolvé el paltó, planché la mejor corbata, me engominé el pelo y tomé rumbo hacia la única entrevista de trabajo que había logrado concretar. La cita era a las nueve del primero de diciembre en una trasnacional de software. Sería atendido directamente por el Vicepresidente de Desarrollo de Sistemas para un cargo gerencial. Dada mi situación, era una oportunidad única e ineludible.

Mientras subía por las trasversales de Los Chorros, transcurrían imágenes de episodios aún no vividos: una cómoda oficina, un equipo de gente exitosa, un jefe menos patán que el anterior y, sobre todo, un sueldo jugosísimo materializado en mi cuenta bancaria. Tanto optimismo se aunaba con tintes de amargura, como el poder demostrarle a todos: ¡Sí, a todos!, mi capacidad de salir adelante pese al incipiente fracaso moral y financiero.

Pero ese soplo subsiguiente de tiempo, hecho de sustancia etérea e inmaterial, que pareciera obedecer a fuerzas desconocidas, mejor conocido como destino, tenía otros planes para mí aquella mañana.

Faltando un cuarto de hora para la entrevista, me encontraba atascado a medio camino por la avenida Boyacá. De seguir a ese ritmo, jamás llegaría puntual a la cita. Resolví salir por Altamira y buscar los posibles atajos hacia La Castellana. Pisé el acelerador y rogué por que se mantuviera la conveniente descongestión vial hasta el sitio de llegada. Mi mente, aún entregada a las disertaciones internas, apenas pudo reaccionar con eficiencia ante la súbita aparición.

Por un instante milimétrico, mi mirada se cruzó con la de un ser cuadrúpedo que atravesaba frente al carro. Quizá fue un segundo, a lo sumo dos, que sus ojos atemorizados se enterraron en los míos. Frené aferrado al volante creyendo minimizar el impacto hasta pararme en seco. En plena calle, con el corazón ahogado en palpitaciones, me bajé esperando lo peor. El olor a caucho quemado opacaba el hedor de un botadero de basura cercano. Asomé mi cabeza debajo de la carrocería y lo vi, desvalido y tiritando como una débil hojita batida por el viento. El perro había quedado incrustado debajo del carro. Sus jadeos transmitían una pavorosa mezcla de susto y dolor.

A rastras, me introduje de barriga entre el parachoques y el pavimento. Tomé una de sus patas traseras, luego las dos y fui jalando con lentitud. Una vez fuera de las fauces mecánicas, lo cargué sosteniendo su pecho tembloroso y lo acuné en el asiento delantero. La mitad de su lengua blanquecina pendía de un costado. Pensé que podría estar agonizando. Encendí el motor y arranqué como alma que lleva el diablo hacia una clínica veterinaria.

Di mil vueltas, no sé cuántas; nada que encontraba una. El tránsito, siempre inoportuno, volvía a hacerlo todo más complicado. En el ínterin, noté que el animal respiraba con dificultad. Un sentimiento de culpa me envolvió acalambrando mi garganta. «Aguanta, aguanta perrito… No te me mueras, no me eches esa vaina…», decía en un intento por apaciguarme. Al fin, divisé una tienda de mascotas. Los nervios me hicieron verla como un centro especializado en caninos. Entré con el perro en brazos y pedí que lo atendieran de emergencia. Uno de los empleados me aclaró que allí no atendían ese tipo de casos; pero después de contarle lo ocurrido y ver mi desesperación, tuvo la cortesía de examinarle. El jovencito, a quien nunca pude agradecerle lo suficiente, era estudiante de veterinaria.

–Señor, por favor cálmese. Este animal no presenta fracturas ni lesiones visibles. Lo que tiene es un shock nervioso.

–¿Cómo puede saberlo así nomás? Yo lo atropellé, yo mismo lo saqué debajo del carro.

–El raspón de la espalda no es de cuidado, le aplicaré un antiséptico. Palpé toda la parte ósea, columna y articulaciones y no emitió quejido alguno. Es un animalito con mucha suerte, su tamaño lo salvó de ser embestido por el parachoques. Tiembla de esa manera porque está en pánico. Lo que sí puedo asegurarle es que necesita un buen tratamiento antipulgas. También presenta un grado moderado de desnutrición. Debe hidratarse, puede ser vía oral. Para ser un perro de la calle no se encuentra en tan mal estado. No se imagina los casos extremos que he visto durante mi carrera –dijo con un leve gesto de resignación.

Y le creí, sus palabras transmitían confianza. Al fin y al cabo, ¿qué es lo que separa a un profesional licenciado de un verdadero profesional?

–Y entonces, ¿qué me recomiendas que haga? –pregunté, algo más sosegado.

–Le puedo facilitar una lista de albergues de la ciudad, en alguno de ellos sabrán hacerse cargo. Busque uno que ofrezca programas de apadrinamiento. En el mejor de los casos, podría ser adoptada por un alma caritativa.

No sé cómo habrá sido la expresión de mi cara. Tal vez circularon por mi cerebro escenas de encierro, abandono y sufrimiento. Lo cierto es que el veterinario (porque a estas alturas ya debe haberse graduado con honores) detectó algo en mi gestualidad, algo que le hizo cambiar el rumbo de la conversación, y de mi suerte.

–Mire, si realmente quiere ayudar a esta criatura no vuelva a dejarla abandonada. Es probable que se haya escapado de alguna casa y lleve tiempo vagando por las calles –su tono había adquirido un matiz de aflicción; puso su mano en mi hombro y prosiguió con ritmo pausado–. Llévesela para su casa, no lo piense más. Es un animal bastante manso. Lo primero que debe hacer es darle un buen baño. Aquí tenemos un champú especial antipulgas con acondicionador. Luego dele comida, agua y déjela reposar. Lo único que necesita esta perrita es cariño. ¡Ah! Porque es hembra, ¿sabe?… Yo calculo que debe tener unos dos años. Después, con calma, la lleva a un veterinario de su confianza para desparasitarla y ponerle las vacunas. Hágase ese regalo, estos perros rescatados son la mejor de las compañías.

Y yo, para mis adentros: «¿Qué le hace pensar a este carajito que puedo hacerme cargo de un perro?, ¿sabrá que apenas puedo pagarle el champú? Yo, que de chiripa tengo comida para mí en la nevera, ¿acaso no ha notado que soy un don nadie en busca de empleo? ¡Coño!, ¿qué hora es?, ¡la entrevista!… Ya no llego. Pediré una nueva cita (como si fuera tan fácil conseguir trabajo en pleno diciembre)»

No pude negarme. Además, mis prioridades habían cambiado en ese momento y una nueva responsabilidad pesaba sobre mis hombros. Agradecí las atenciones y tomé al animalito en brazos. Al pasar por la puerta me vi en un espejo de cuerpo entero: la camisa blanca y la corbata estaban arruinadas, el pantalón con huecos en las rodillas, olía a perro (literalmente); y la cara, quien sabe cuántas veces habré pasado mis manos llenas de mugre por ella. En una imagen: era un vagabundo cargando a una vagabunda. Si no fuera por el pelo engominado cualquiera creería que era un pordiosero con su mascota callejera.

Tengo algo que confesarles. Una vez tuve un perro (es fácil decirlo cuando se es niño y son los mayores quienes se encargan de sus necesidades). Mis padres compraron un cachorro de pastor alemán para cuidar la casa. Pero de tantas caricias recibidas terminó convirtiéndose en el sabueso más bobo de su especie. Pasaron los años, y así de rápido como fui creciendo, también lo hizo en edad nuestro perro. Nunca entenderé el porqué es tan desigual el diseño humano al de nuestro ancestral compañero en cuanto a tiempo de vida: apenas una década; los años adicionales son un regalo, un bono equivalente al afecto aún por dar y recibir. Cuando la convivencia llega a ser una costumbre, cuando la relación –construida a base de amor genuino– alcanza su madurez, y esa peluda presencia –en absoluta comunión con la nuestra– se convierte en una compañía necesaria e insustituible, deviene la pérdida como una garra oscura que arrebata un pedazo de nuestra alma, dejándonos incompletos por siempre. Tal vez por ello nunca más quise tener otro perro.

La traje, no obstante, a mi apartamento de cincuenticinco metros cuadrados y la metí en el fregadero (porque así de pequeña era). El tratamiento consistió en tres enérgicas enjabonadas con el producto recomendado, el cual generaba gran cantidad de espuma. Lentamente fue emergiendo su verdadero color: un marrón claro parecido a miel pura del Amazonas. Su pelo corto facilitó el trabajo, aunque acentuaba la marca de sus costillas por la delgadez. Sus cuatro patitas eran blancas como si vistiera calcetines de algodón. El hocico, largo y perfilado, dejaba entrever que en su mestizaje hubo alguna raza con rasgos aristocráticos. La nariz húmeda resaltaba por contraste, era como ver una aceituna negra puesta en la punta de una barquilla de helado. Y sus ojos ambarinos –esos ojos cuya mirada inspiraría odas a la ternura– estaban enmarcados por un ribeteado natural. Me hizo recordar a Nefertiti con ese exagerado delineado de ojos. De allí surgió un nombre: Cleo, por Cleopatra. «Si me preguntan, diré que eres una perrita faraona», reí cayendo en cuenta de que hacía mucho que mis labios no experimentaban una sonrisa.

Y le di agua de mi mano, y compartimos las sobras de la nevera, y se recostó a mi lado mientras yo pensaba qué hacer para seguir subsistiendo. Y así, poco a poco, fue ganando espacio en mi apartamento, en mi cuarto, a los pies de una cama hecha para dos y que sólo yo ocupaba. Su compañía hizo que esa navidad fuera menos fría y solitaria. Susana, mi vecina de piso, me regaló un par de hallacas la noche del veinticuatro. Jamás dije que esa comida la compartí con Cleo.

Es extraña esa sensación de saber que un animal depende de uno. Frente a la adversidad, se duplica la fuerza interior. Vinieron días difíciles. No volví a concertar otra entrevista, mi edad rozaba el límite aceptable para conseguir un empleo formal. Las deudas se acrecentaron a un ritmo vertiginoso. Terminé vendiendo el carro para ganar algo de liquidez. Parte del capital lo invertí en replantear mi negocio, el mismo que me había llevado a la quiebra. Esta vez, no cometería los mismos errores.

Con todo, varias veces al día bajaba al parque con Cleo. Por las mañanas, le quitaba la correa para que anduviera libre por las áreas verdes. En las tardes, corríamos juntos por el circuito de trote. Si aún quedaba energía, dábamos una vuelta a la manzana para respirar aire fresco antes de dormir. Esa caminata de fin de jornada era necesaria para despejar la mente y reordenar mis ideas. Hasta entonces, desconocía el poder sanador de los perros y su capacidad de hacernos sentir la persona más importante del mundo.

Y así, de la misma forma abrupta como Cleo apareció en mi vida, me vi obligado a separarme de ella.

Al cabo de un año, durante una visita a un cliente, me detuve en la cartelera pública de la comunidad. Uno de los anuncios captó mi interés. Se trataba de una foto algo vieja y desgastada: una perrita perdida. Aparecía un número telefónico, una breve descripción y las circunstancias de su extravío. Una familia la buscaba desesperadamente. Si no era Cleo, era su gemela canina. «Responde al nombre de Sasha», indicaba el anuncio. Lo desprendí y enrumbé hacia mi casa en medio de un inesperado aguacero.

Es cierto, pude haber ignorado el hecho, pude haberme conformado con creer que se trataba de otra perrita con características similares, pude –inclusive– pensar que eran unos malos dueños por haberla abandonado, así fuera por un breve descuido; cualquier artilugio habría podido convencerme con tal de no hacer nada al respecto. Mas, si dejaba de justificar mi egoísmo, ¿quién era yo para seguirle prolongando la angustia a sus legítimos dueños?, ¿quién era yo para privarle a Cleo ese reencuentro?

Aunque suene absurdo, sabíamos comunicarnos: un ladrido, un giro suave de sus orejas, una mirada profunda o con el variable movimiento de su cola. A su vez, respondía con obediencia a cada orden que le enseñaba. Las que no entendía, simplemente las ignoraba.

Para salir de dudas, la puse a prueba. Le fui enumerando palabras sueltas, desconocidas; no prestaba atención. Sólo respondió a un nombre: Sasha. Esa palabra la hizo reaccionar de un modo tal que ambos entendimos. Sí, comprendimos que ya nada volvería a ser como antes.

En contra de mí mismo, llamé al número del anuncio. La voz me temblaba, tanto como Cleo el día que la saqué debajo del carro. Me atendió un señor de voz áspera. Me identifiqué y pasé a narrarle lo sucedido. En el fondo guardaba la esperanza de que, pasado un año, ya no estarían interesados en recuperarla. Me equivocaba, el hombre parecía muy emocionado. Me contó que la buscaron por semanas por los alrededores de Altamira, que a su hijo menor se le escapó en plena avenida… En fin, hicimos una cita para la devolución ese mismo día.

No entraré en los detalles del asunto, en cómo fueron mis días después de la entrega de Cleo. ¿Vale la pena recordar que esos fueron los peores de mi vida? No creo que alguien haya pasado una nochebuena más triste. Esa víspera, como ya era costumbre, Susana me trajo dos hallacas. Esta vez no tenía con quién compartirlas.

Un mes y, de nuevo, ese soplo de sustancia incorpórea volvía a manifestarse desde su misteriosa dimensión. Una llamada, la misma voz rugosa. Me preguntó si quería de vuelta a la perrita. Al parecer, Cleo no lograba readaptarse a la familia. Estaba deprimida y perdía peso aceleradamente. Además, se iban del país y no consideraban prudente llevarla con ellos. Sin dudarlo ni un segundo, llamé a un taxi y salí con la misma prisa con que busqué a un veterinario aquella mañana del accidente.

Una vez leí que –al contrario de lo que se piensa– no somos los humanos quienes elegimos a un perro. Por alguna razón atribuible al karma, son ellos quienes nos eligen. Me gusta creer que esa creencia es cierta. A veces me pregunto qué sería de mi vida si Cleo no se hubiese atravesado en mi camino. Quizás hubiera obtenido aquel cargo gerencial y mis finanzas fueran superiores a las de ahora. Pero, ninguno de esos hipotéticos eventos jamás se aproximaría a la felicidad que siento al llegar a casa y recibir esa inagotable muestra de amor canino; el más puro de los afectos.

Han pasado varios años desde entonces. Mi negocio terminó dando sus frutos luego de asociarme. Después de todo, sí debe haber algo de emprendedor corriendo por mis venas.

Mientras escribo estas líneas, Cleo observa serena desde el sillón con sus ojos egipcios, como una esfinge vigilante. Hoy me dobla la edad, en años perrunos es una octogenaria con personalidad de infante. Su nariz de aceituna, acolchada entre sus patitas níveas, brilla a la par de los colores titilantes del árbol.

Sí, algo intenta decirme… Los dos lo sabemos. En cualquier momento Susana tocará el timbre. ¡Será una grandiosa cena de navidad!

@rbaralt

(Cuento originalmente escrito en 2016)

Rafael Baralt Lovera
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Escritor venezolano y editor principal de The Wynwood Times