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Por Valeria Provenzano

Solíamos tener un equipo de futsal fijo los fines de semana, un capo de mesa cada 31 de diciembre y una ruta de emergencia para llegar al trabajo en días de tráfico pesado. Solíamos tener, en nuestras vidas pasadas, algunos libros vírgenes llenos de polvo, una marca favorita de pasta y un crush de mal gusto que nos hacía sentir culpables. Un vecino que olía rico, un compañero de trabajo chismoso y una golosina favorita para los días difíciles del mes.

Luis era abogado en su vida pasada, y en esta nueva que se forjó atiende al público con los principios de equidad y respeto que lo llevaron al aula magna. Carla corta telas con la precisión que hace un año le dedicaba al bisturí. Margarita calienta la leche de los capuchinos con la propiedad con la que diseñaba en AutoCAD, y Alejandro escribe nombres de clientes en los vasos de sus bebidas: usa un corazón para puntear la i y un rabito ensortijado al terminar la a, en honor a una chow chow que lo hace sonreír cuando la recuerda. Miriam tiene amnesia selectiva para mapas y puntos cardinales y es experta en la pulcritud de estantes. Ariana ve la nieve trepar hasta sus rodillas y tiene flashbacks de cuando rodaba médano abajo. Alberto se dejó de complejos capitalinos y anda sin camisas por su nuevo pueblo. Lorena se cambió el nombre a Lauren para hacerle la vida más fácil a quienes la rodean. Rafa no consiguió un cocoliso del Magallanes para vestir a su bebé recién nacida y le tocó cubrirla con 3 kilos de ropa por los -10 grados del invierno cabilla en el que nació.

Después de varias cervezas se nos pone la piel de gallina al recordar un águila azul, una negrita y varias soleras. Nuestros números de emergencia ya no incluyen a gente con la que compartimos apellidos. Una parte de nosotros está más fija que nunca sobre el suelo fértil de nombres heroicos con los que tenemos deudas culturales, y la otra es absorbida por las arenas movedizas del domingo en la tarde en el que nos toca mirar fijamente la pantalla del celular. No reconocemos nuestros rasgos en los rostros de quienes, junto con nosotros, pagan los recibos de las nuevas casas, y nuestros dialectos se tornaron distintos a los de nuestros hermanos. Los colegas de esta nueva vida no saben de antropología o de las mil maneras que hay para cocinar plátanos, ahora somos expertos en piezas de autos y almorzamos ratatouille con coq au vin. Ahora las tristezas tienen nuevos nombres y los papeles importantes caben a una carpeta de acordeón.

En nuestras vidas pasadas había otra moda, otros nombres, otros sabores y fiestas. Había otra gente, otros modos y otras flores. Había cosas lindas que olvidamos y una que otra que nos inventamos. Había mares que nos hacen arder la herida del recuerdo y una montaña que nos persigue en las noches de desvelo. Encontramos en nuestras historias de hace dos años los tiempos verbales que usaban nuestros abuelos contando cómo abrían sus negocios a las 4 de la mañana, cómo había toque de queda y cómo nacieron nuestros tíos y padres. En esta nueva vida hay una parte de nosotros que no reconocemos, que juraríamos que nunca existió, y otra que no ha cambiado ni un poquito. 

Solíamos vivir en rebaños, en bancos, en pirias. Nos convertimos en osos, en leopardos, en peces leones. Con el recuerdo vago en una manada, en otra vida, quizás. Con lo que fuimos, tal vez.

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