“ Los virus nos han acompañado desde el principio de nuestra zaga. Pero quizás nunca como ahora habíamos tenido consciencia de las consecuencias indirectas que un virus puede llegar a ejercer sobre el devenir de la humanidad.“
Por Miguel Ángel Latouche.
Mi hijo acaba de cumplir 13 años, lo hace sin que medien celebraciones, en medio del encierro que caracteriza nuestro tiempo. Los días pasan con lentitud, por suerte siempre puede uno refugiarse en los libros e iniciar una aventura junto al Quijote, Ulises, K, el Capitán Nemo o alguno de los Buendía. Los libros siempre terminan contándonos historias infinitas. Trato de que el chico –ya no le diré niño– se enfrasque, como lo hice yo a su edad, con Sandokán, Robin Hood, Miguel Strogoff o Tom Sawyer; él, en un ejercicio de rebelde autonomía insiste en llevarme la contraria para leer ciencia ficción e historias sobre mundos alternativos que están lejos de ser mis preferidas, pero parecen interesantes. Ahora mismo lee “El hombre en el Castillo” de Phillip K. Dick, una novela que narra la vida de los Estados Unidos en un mundo paralelo en el cual los Nazis ganan la II Guerra Mundial. A ratos el muchacho me abruma con una pregunta recurrente: “Papá: ¿qué pasaría si?”, obligándome a un ejercicio especulativo que es lejano a mi formación académica, pero, a ratos, interesante en términos de mi afición por las letras.
Claro, todos vivimos una situación compleja. Una amiga me comentaba que ya no le quedaba nada más que limpiar u ordenar en su casa. Luego de un tiempo la televisión se hace repetitiva y ni siquiera Netflix o YouTube son capaces de salvarnos del aburrimiento. A veces uno siente que las paredes lo consumen y hace falta mucha fuerza de voluntad para encarrilarse, escapar de la fuerza de atracción que el sofá tiende a ejercer sobre nosotros y mantenerse activo mientras transcurre la cuarentena global. No es la primera vez que la Humanidad enfrenta retos similares. Los virus nos han acompañado desde el principio de nuestra zaga. Pero quizás nunca como ahora habíamos tenido consciencia de las consecuencias indirectas que un virus puede llegar a ejercer sobre el devenir de la humanidad. Creo que es importante que reflexionemos sobre esto porque todo parece indicar que vivimos ahora una muestra de lo que será el futuro.
Enfermedades de esta dimensión tienden a generar inevitables cambios culturales. Nuestra vida moderna se ha desarrollado de manera cercana a los demás, en espacios pequeños que hasta ahora compartíamos sin resquemor. Así, ir a pequeñas salas de cine o teatro en las cuales nos apretujábamos solo generaban cierta incomodidad y sofoco; nos reuníamos en bares; compartíamos junto a decenas en los conciertos o junto a miles en algunos eventos deportivos. La presencia de los demás no suponía un riesgo mayor al de la violencia cotidiana asociada a algún empujón, una metida de mano, o un olor indiscreto. La posibilidad de que una microscópica partícula de RNA nos cause una enfermedad grave o la muerte aumenta el riesgo de la interacción humana.
Asusta pensar que, si el COVID 19 fuese más purulento, quizás estaríamos enfrentando nuestra extinción. Quizás valga la pena incluso considerar, aunque pertenezca al ámbito de la ficción, que en una hipotética invasión extraterrestre, como la que narra Wells en su Guerra de Dos Mundos, no harían falta tropas invasoras ni trípodes andantes llenos de tentáculos, quizás bastaría con un virus lo suficientemente poderoso para borrarnos de la faz del planeta, antes de que nos salve alguna bacteria solidaria. La verdad es que, como decía Sting, somos tremendamente frágiles.
Entonces, tendríamos que preguntarnos qué hacer con la naturaleza humana. Nuestra evolución se ha producido en el contexto de la interacción con otros sujetos. En los términos de esa interacción se define nuestra identidad y construimos nuestras experiencias vitales. Somos lo que somos al amparo de la sociedad que nos reconoce como miembros de pleno derecho y con capacidad para realizar discursos, tomar decisiones y hacernos cargo de nosotros mismos. Los adolescentes “adolecen” de un locus de control interno y requieren que los adultos desde afuera del “sí mismos” que son les ayudemos a construirlo, no solo para diferenciar el bien del mal, sino para desarrollar la capacidad de autocontenerse, de evitar ser controlados por sus impulsos, de ser coherentes y, finalmente, desarrollar las capacidades para convivir civilizadamente con los demás.
Creo que debe ser muy difícil iniciar la adolescencia en estos tiempos. No se trata ya, solamente, el efecto disociador de la internet, del abandono de las canchas por los juegos digitales, que ya venia en proceso antes del virus, o de la ausencia de referentes culturales, ahora diluidos en las dinámicas y los discursos globales. Se trata, sobre todo, del efecto deshumanizador del miedo, de las patologías potenciales que se desarrollan alrededor de la amenaza permanente, de poner la vida en riesgo tan solo por salir a la calle, de tener que guardar una distancia social que hace del otro un ser que puede ser percibido más extraño, distante e incluso peligroso.
Sin duda el aislamiento es necesario para controlar los brotes de la enfermedad. Lo más importante que podemos hacer por nosotros mismos es, sin duda, salvarnos. Al igual que la gente que vivió pandemias anteriores nuestra responsabilidad máxima es la de sobrevivir y salvaguardar a los demás en el curso de nuestras posibilidades. La pregunta es cómo hacerlo sin perder nuestra identidad. En estos casos, corremos el riesgo de perdernos a nosotros mismos. El miedo puede ser tal letal como el virus.
Un amigo escribía en Facebook que reduciría sus compras personales al mínimo, utilizaría la internet a los efectos. Comentaba que le causaba malestar interactuar con gente que se escondía detrás de los tapabocas, que ahora tienen uso obligatorio en muchos lugares. Uno entiende sus razones, en occidente apreciamos positivamente el ejercicio de dar la cara, de mostrarnos a los demás sin nada que esconder. Mostrar el rostro es casi un acto de fe que nos aleja del anonimato. Los hombres y mujeres de bien no necesitan esconderse mientras que los malvados actúan en las sombras, esa idea está instalada en nuestra psique colectiva.
Pienso en mi hijo y creo que un problema crucial es que mientras mi generación vivió con un sentido de seguridad y certeza, la suya vive en una profunda incertidumbre. No me queda claro si debemos empezar a hablar de una nueva “Edad Media”, ciertamente aun no hemos empezado a cazar brujas, aun cuando hay muchos buscando culpables y otros protestando en contra de la cuarentena al grito de “libertad”, como si la muerte fuese liberadora. En estas circunstancias necesitamos desarrollar una mayor flexibilidad y adaptabilidad a las difíciles circunstancias que tenemos por delante. Los científicos piensan que aun estamos lejos de la normalización de nuestra vida cotidiana. Tendremos que aprender nuevas maneras de interrelacionarnos, convivir con las máscaras y la incertidumbre, asumir riesgos inesperados, amar la soledad.
Mientras tanto, yo sigo lidiando con el adolescente y evito inyectarme desinfectante como medicina antivirus, espero que mi barbero empiece a trabajar, necesito un corte de cabello, que abran los parques y que empiece a funcionar el café donde me sentaba a escribir. Pepito preguntón es insistente e implacable, me mira de frente, ya está casi de mi tamaño, y lanza la temible pregunta. “Papa: ¿Qué pasaría si?, suspiro con resignación, levanto los hombros y me dispongo a especular en esta especie de disquisición interminable que me recuerda aquella publicidad en la que alguien inquiría lo “que pasaría en Venezuela si no existiera Pepeganga” … ahhh, la paternidad y sus dilemas. Por suerte siempre quedarán faros en el fin del mundo y muchos libros que leer en la biblioteca.
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
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