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Por Alberto José Lovera Planchart

Seudónimo: Segismundo López

Pertenezco a la generación de las ilusiones rotas, la que vio cómo de a poco se desangraban sus sueños, la del destinado transformado, la que vivió suficiente el antes y el después, queriendo seguir sabiendo qué hacer con este último. Partidos a la mitad por el tiempo, uno colmado de vivencias maravillosas llenas de alegría, y la otra mitad donde la vida pareciera que te pasara factura, cobrándote la felicidad y esperanzas acumuladas de antaño.

Empujado más que obligado a renunciar, irme y buscar un nuevo destino, teniendo a la esperanza como amante y ganas de vivir como bandera, tratando de recoger los pedazos de mí que quedaron. Sabiendo que vivir no es lo mismo que mantener a un cuerpo con vida.

Altos y bajos, esquivando el bombardeo constante de cada calle, esquina y lugar que me recordaban una verdad profunda que recorría todo mi cuerpo y se expresaba en la sensación más angustiante de no pertenecer. En un estado de confusión intermitente de tristezas y pequeñas alegrías, tratando de no perder la cordura y de no hacerle caso al impulso que como latidos de un corazón me decía “vuelve”. Pensaba que el problema había sido irme, pero me di cuenta de que la verdadera tragedia está en no poder volver, no solo porque ya no existe ese lugar que dejamos tiempo atrás, sino que yo no seríamos los mismos al volver.

¿Cómo comprarle más felicidad a la vida? No lo haces, se conquista de a poco mientras vas atenuando el dolor de la nostalgia. Cada uno lo hace a su manera. En mi caso, todo se redujo a un poco de alcohol para desinhibir algo mis emociones, mientras escucho la música que le gusta a mis padres y que tanto tiempo les recriminé, repasando una y otra vez viejas fotografías. Cuando las imágenes me cargan de intensa emoción, en el peor de los casos miro un punto fijo de mi pequeña habitación e intercambio recuerdos por lágrimas. Confieso que todavía lo hago, es mi derecho a una pequeña adicción culposa.

Pero sin confundirlos de mi intención, esta no es una historia triste en ningún caso. Aunque parecía que mi vida terminaba, no morí del todo, si no ¿cómo podría estar contándoles esto?, aunque quizás una muerte real hubiese sido preferible a una muerte simbólica, pensaba a veces. Aunque me haya desecho en mil pedazos algo nunca falleció. Una semilla que se negó a morir, impregnada con el sabor a mi patria. El no pertenecer se convirtió en el descubrimiento de otro “yo”, no de alguien nuevo, más bien de algo que siempre estuvo allí pero no lograba ver con claridad. Como mi único y gran tesoro protegí esta semilla (ya que en este proceso uno se da cuenta que lo material termina teniendo ningún valor), que empezó a germinar por cada centímetro de mi cuerpo. Fueron mi alimento la alegría y la idiosincrática destreza perfeccionada durante tantos años de siempre verle el lado bueno a las cosas, características tan maltratadas y acusadas como causa de nuestra propia desgracia, fueron las que se convirtieron en mi salvación.

Este tesoro se cristalizó como una toma de consciencia, en una verdad que siempre estuvo allí. Puedes escucharlo un millón de veces, pero si esta idea no pasa por tu cuerpo y tu consciencia no equivale a nada. Tengo apostadas todas mis esperanzas en que cada uno llegue a verlo en algún momento, y es que vayas a donde vayas, la patria siempre la llevas dentro, hermosa, orgullosa, y haciéndose sentir.

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