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Por Gianni Mastrangioli Salazar.

Confirmado. Es cáncer. Sobre el descanso de unas escaleras, en un laboratorio de Caracas cuyo nombre ahora no tiene importancia, Mari se introduce las manos en el pelo y se pierde en el contacto con sus rulos.

Sus dedos le masajean la frente; la taquicardia que siente es similar a cuando limpia la superficie de su instrumento, antes de salir al escenario. No obstante, a diferencia de cualquier presentación musical, esta es la primera vez que desconoce el desarrollo de la obra; en este caso, la obra de su vida que reinicia.

Es 2018. Sobre el descanso de aquellas escaleras, a Mari le encandilan las luces de lo incierto; paradigmas de un escenario que está por recibir cantidades de aplausos, pero traducidas en palmadas en la espalda.  

María Gabriela Rodríguez tiene la fisionomía de una flauta traversa; delgadez que, si bien presupone fragilidad, no es sino rigidez, carácter. Siendo sus manos demasiado pequeñas, cayó en el círculo de los instrumentos de viento después de haber sido rechazada en el estudio del oboe.

Desde entonces, le preside la pasión por el oficio, al igual que su terquedad por el justo balance de las cosas: la pulcritud en el solfeo, la puntualidad en los ensayos; la rutina que no acepta vacilaciones.

–Mi papá es militar –comenta–. Fue teniente coronel de la aviación venezolana y, bueno, fue uno de los militares honestos. Es uno de los tipos que admiro mucho. Mi mamá fue una mujer encantadora; se dedicó a nosotros sacrificándose un poquito ella, cosa que yo he intentado honrar siempre.

–¿Y por qué la flauta?

–La flauta es un instrumento muy amable, muy fácil de abordar. Yo era muy menudita. Al principio me costó mantenerla con una buena postura, pero bueno, con el tiempo desarrollé un bonito sonido. No era muy grande, aunque me permitía adaptarme a todo el proceso de profundización.

–¿Crees que podemos conversar acerca de cómo has abordado tu enfermedad?

–Sí, te lo envío en otra nota de voz.

La conversación de WhatsApp, finaliza. El cáncer, cual silencio de semicorchea, pasa desapercibido en los mensajes intercambiados.

Mari me comentó que venías a entrevistarme.

–Sí. Quisiera hacerte unas preguntas, como amiga que eres de ella.

–Pasa. Me imagino que no has desayunado.

El apartamento en cuestión lucía como a mitad de una mudanza: la sala, que a su vez era cocina, tenía un colchón atravesado con fundas evidentemente trasnochadas; y alrededor de este, había cajas de medicinas vacías, resmas de papel garabateadas. Con par de gestos desinteresados, la mujer preparó dos sándwiches; los metió en una tostadora y se acercó a la grabadora.

Carmen es enfermera. Vestida de uniforme azul, esperaba a las puertas de su edificio con una bolsa de pan, jamón y salmón ahumado. Carmen trabaja para un hospital en el oeste de Londres, cuyo nombre ahora no tiene importancia.

–Ella me puso “yo no entiendo por qué pasan estas cosas” –dijo–, a lo que yo contesté: “bueno, estas cosas pasan porque es la única manera de que uno despierte y vea otra faceta de uno mismo. Es la única manera de que uno valore, que uno tienda puentes con gente que a veces uno no ha tendido nunca. Tú vives en tu pequeño espacio y eres una triunfadora en ese espacio, pero también en ese mismo espacio puedes ser un perdedor. Tú no sabes lo que hay fuera”.

–¿Tú crees que el cáncer la volvió más humana?

–No. Mari es una persona muy humana.

So?

–María Gabriela creció tocando la flauta porque era la única manera de que la gente la mirara y dijera “oh, esta chica es valiosa, esta chica es importante”. Quizás hubiera sido diferente si ella hubiera sido un mujerón. Ya hubiera tenido la atención que necesita. Nació con las condiciones perfectas para trabajar muy duro y obtener lo que ella quiere.

Carmen miró hacia el techo y suspiró. Parpadeaba con fuerza; daba la impresión de que alguna materia invisible se le había incrustado en los ojos.

–Yo me imaginaba, yo decía, cáncer… y en Venezuela. Yo soy enfermera. Yo conozco el sistema de salud y conozco el sistema de salud siendo paciente.

La tostadora emitió un sonido que hacía eco en la sala. Se escuchó el crujir de los panes ya calientes.

–Yo pensé… “nada, Mari se me va a morir”.

En el marco del Primer Festival Universitario Latinoamericano de Flauta Traversa, los presentes yacen atónitos delante de la melena que se bate en el escenario: María Gabriela toca El Diablo Suelto, de aire caribeño, en pleno México. Es 2017. La escena del laboratorio, inicio de esta crónica, aún se ve lejana.

Ella mueve los brazos y, sin sonreír, sacude levemente las caderas; casi al estilo de baile en un espejo. La flautista conoce el terreno; no tiene por qué tropezarse con nada.

María Gabriela, como el cuatrista que la acompaña, acelera en ritmo y El Diablo Suelto concluye. Aplausos desmedidos. El concierto se acaba y ella se encoje de hombros, inclinándose hacia adelante en señal de saludo. Sin embargo, el vacío que queda tras el despliegue de maniobras, es persistente.

Otra vez, siente la necesidad de empujarse a los extremos de una perfección que carece de lenguaje.

Mari es fundadora de la Orquesta Nacional de Flautas de Venezuela. En los noventa, debutó como la primera mujer solista dentro la llamada agrupación “Sinfónica”, inaugurándose en la obra El Cascanueces. Desde allí, su carrera ha seguido la misma dirección ascendente del aire que atraviesa por los tubos de su instrumento.

Aire que no se detiene; aire que es producto de un soplo y presión desenfrenados y que, como la música en general, adormece las preocupaciones del alma: la clásica actitud del músico que, en contraposición de sus propias palpitaciones interiores, prefiere concentrarse en los sonidos que vienen desde lo externo.  Y María Gabriela se inclina. El público enardece.

Hay demasiado alboroto como para que ella le preste atención a lo subyacente.

– Dices, “cónchale, yo tengo aquí una manguera y hay una persona allá que se está muriendo porque no la tiene. Aquí la estoy botando porque la abrieron mal y se contaminó, mientras que los hospitales de Caracas la agarran y la reciclan y la vuelven otra vez a esterilizar hasta que se deshaga”– dijo Carmen. Hizo una pausa. Se paró, desconectó la tostadora y buscó un trapo. Se secó los cachetes. Los panes se enfriaban; pasarían a formar parte de desordenada composición decorativa.

–¿De qué modo la ayudaste con su tratamiento?

–Le logré mandar la quimioterapia a través de una persona que no la conoce, quién, gracias a Dios, metió las inyecciones en unas cajas de Corn Flakes para que la aduana en Maiquetía no las robase.

La grabación transcurre en detalles acerca de la conspiración efectuada por oncólogos y amigos de Carmen, establecidos en República Dominicana, con el fin de salvar la vida de la flautista. Un correlato de casualidades, más bien de voluntades anteriormente inconexas, en detrimento de las autoridades venezolanas que poco colaboran con enfermedades como el cáncer.

Desde Londres, Carmen envió el dinero hasta Santo Domingo, desde donde despacharon las ampollas envueltas en cereales para desayunar.

Mari tenía una vida más o menos acomodada: iba a su apartamento, a su orquesta. Tenía su pareja, su entorno y su fuero interior en contra del gobierno. Ella una vez me dijo: “yo tengo todo construido aquí. Quien me conoce, me conoce aquí; donde yo no molesto, es aquí. Si yo voy a otro sitio, van a haber dos o tres María Gabriela como yo, que tienen su espacio; yo no puedo ir a ocupar ese espacio”.

–¿Entre ella y tú siempre ha habido una amistad tan estrecha?

–No.

–¿Y por qué esa obsesión por ayudarla?

Carmen se rio apenada. Parecía querer meter la cara en los papeles sueltos sobre la mesa.

–Ella fue un amor platónico para mí, aunque algo oscuro. Mari es recta, estricta; ella es de otras ligas.

–Gracias por haber aceptado charlar conmigo.

Mari tenía una cabellera preciosa, ¿sabes? Ella antes se lo secaba. Yo creo que ella después descubrió lo bonito que se le veía. ¿Tú sabes Gustavo Dudamel? Ella me decía “yo tengo más pelo que él”.  Ella iba dirigiendo y de repente se paraba y decía “yo no sé qué voy a hacer con mi cabello, pero como Gustavo lo tiene así, pues yo también”.

Los panes fríos se comieron sin servilletas, sin formalismos. Esa mañana no hubo cereal.

Mari emigró de Venezuela luego de que ocurrieran los apagones nacionales en Venezuela, en 2019. Estando de gira en Ecuador para completar su tratamiento médico, se enteró de que sus compatriotas yacían a oscuras por más de cuarenta y ocho horas y entonces entró en pánico:

–Resulta que mi medicamento debía estar refrigerado y tuve que pedirle a mi pareja y mis amigos que salvaran las ampollas, pues el valor de cada una oscila entre $2000 y $2600. De modo que, en medio del caos, supe que mi vida estaba en peligro al no poder garantizar el resguardo de la quimioterapia.

–¿Fue en ese momento cuando decidiste irte?

–Contacté a los que conocía en México. Hicimos un plan: vendí mi casa y aproveché que había sido invitada nuevamente al festival de flautas de la UNAM para marcharme definitivamente.

María Gabriela Rodríguez teclea con calma; responde a las preguntas a través de las redes sociales que le estén disponibles. Con una pañoleta que reemplaza sus pelos ausentes, monta videos en su cuenta personal de Facebook, dándole consejos a quienes todavía se atemorizan ante lo incógnito.

–Actualmente doy clases particulares de flauta. Ya estoy insertándome en la movida flautística mexicana y por sobre todo tengo la oportunidad de sanar y ayudar, desde acá, a las mujeres que padecen de cáncer y no tienen recursos.

–¿Qué has aprendido de toda esta experiencia?

–Cuando lo aceptas, y aceptas lo que hay, tienes paz.

–¿Crees que podría entrevistar a las personas que te ayudaron con la quimio?

–Sí, mi amiga Carmen vive en Londres; la tienes cerquita. Ya los pongo en contacto.

–Gracias.

Todas las obras musicales aceptan cierto grado de libertad interpretativa por parte de los ejecutantes; sin embargo, cuando se cree de buena fe en la notación y se empeña por ser fiel al texto, dicha indicación se exagera a menudo, al punto que pierde todo sentido en el seno de la estructura de la música. Entre si tocar o no lo que el compositor puso por escrito, convive la racionalidad y la irracionalidad.

La partitura es, al igual que la vida, un mecanismo impreciso.

 

Texto por @laesnogotaonline

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Gianni Mastrangioli Salazar
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Historiador, escritor y colaborador de The Wynwood Times