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“La masculinidad es un fenómeno en constante debate, mucho más en un continente en que la virilidad parece ser tan frágil”

Por Aglaia Berlutti.

Cuando estaba en la Universidad, un grupo de mis compañeros de clase solía insistir en que “ser macho” era una ocupación a tiempo completo. Lo decían, en medio de cierto alborozo adolescente, pero también con cierta ansiedad que yo no comprendía demasiado bien. Eran los mismos muchachos que intentaban no dejar duda de su virilidad con su habilidad deportiva, su manera de conducir o su éxito entre las mujeres. Pero nada parecía demasiado claro sobre el tema sobre lo que en Venezuela —o en Latinoamérica— se espera sobre ser hombre. Al menos, no lo suficiente. Sí, por supuesto, sabía que para todos ellos la masculinidad es un fenómeno en constante debate, mucho más en un continente en que la virilidad parece ser tan frágil como para no soportar un poco de sofisticación. O al menos, esa parecía ser mi inmediata conclusión, en medio de las singulares conversaciones en las que se intentaba definir lo que podía ser “viril” y lo definitivamente “macho”. La controvertida gama de graduaciones sobre el hombre y cómo debe o puede comportarse. Uno de mis amigos solía insistir que ser hombre en Venezuela “era como ser soldado en un ejército torpes”, una definición que me hacía reír a pesar de la evidente carga de amargo cinismo. O quizás justo debido a eso. 

 —Es imposible ser el hombre que la cultura venezolana espera, haga lo que hagas —me dijo en una ocasión con cierto cansancio— todo parece una larga carrera de obstáculos, una rara pelea constante contra lo que se espera que hagas con respecto a lo que haces. Nunca eres demasiado fuerte o capaz. Nunca tratas a las mujeres de la manera que se supone que debes. Siempre estás “cagándola” de alguna forma. Muy cerca de ser un “maricón”. 

Me lo contó, después de sostener una incómoda discusión con su padre, quien le exigió que con veintitantos años “ya tenía que sentar cabeza”, lo cual implicaba además de culminar la Universidad y dedicarse al negocio familiar como administrador, también un buen matrimonio y quizás, hijos antes de los treinta. Me lo contó con una sonrisa triste, tan agotado de su vida futura como si la mera idea le resultara abrumadora. 

 —Siempre te quejas que a las mujeres les exigen mucho —dijo entonces— pero con los hombres ocurre algo semejante. Es como si se supone que ya la sociedad decidió por ti, mucho antes incluso de que supieras que esa decisión podía existir.

Un pensamiento duro que, por aquellos años libres y despreocupados del campus, me atormentaba de vez en cuando y que por supuesto, me sorprendió mucho escuchar de un hombre. Cuando le pregunté si sentía que la presión cultural podía resultar insoportable, se echó a reír con amargura, como si la mera pregunta le pareciera desconcertante e incluso, un poco humillante. 

 —No es sólo “presión cultural” —hizo un breve gesto de comillas— hablamos sobre el hecho que para el hombre, la vida suele tener relación con la manera en cómo entendemos el hecho de ser “macho”. No lo masculino, que viene siendo otra cosa, sino ese “macho histórico” que todavía te inculcan desde casa y que te castra, te sofoca en muchas formas distintas. 

Tenía una expresión dura al decirme aquello. Después recordé que más de una vez, me había insistido que deseaba “hacer cualquier cosa menos encerrarse en una oficina” luego de obtener el título universitario y que disfrutaría “vivir la vida de cualquier modo”. Recuerdo que cuando le escuché, me pareció un plan sincero, una forma de asumir la incertidumbre más allá de la Universidad con cierto pulso saludable. Ahora, mirando el contraste —esa decisión limitada y restringida— lamenté su tristeza, desesperanza, pero, sobre todo, sus pocas opciones. 

 —¿Sientes que careces de las posibilidades? —pregunté. Era una pregunta sin malicia, pero que la parecía hasta cierto punto. Mi amigo enarcó la ceja, se encogió de hombros. De pronto pareció muy joven y desalentado.

 —A veces creo que nunca las tuve.

Por supuesto, es bastante complejo concebir que un hombre joven, con recursos económicos, una impecable educación y sin duda, privilegiado por en una sociedad machista, pudiera sentir que su vida era una especie de ordenada y crítica sucesión de eventos. Pero lo era. Una idea que abarcaba esa concepción de lo que lo que consideramos masculino y viril como una clara relación con cierta simplificación sobre el hombre. Algo que siempre me ha parecido preocupante y sobre todo, en un país —continente— como el nuestro en el que el machismo somete al sexo masculino a todo tipo de presiones, dolores y estereotipos. La mayoría de las veces, la cuestión es tan sutil que pasa desapercibida bajo capas de humor malicioso y críticas levemente punzantes sobre lo que el hombre puede —o debe— ser. Pero en un país como Venezuela, en el que lo viril es una prueba de resistencia contra la violencia y, sobre todo, una percepción sobre el miedo convertido en una crítica constante, la cosa no es tan sencilla como podría ser el mero concepto.

—Del hombre se espera una idea única: que llene las expectativas —me comenta mi amigo P., psiquiatra—, y esas expectativas abarcan desde cómo debe comportarse hasta el hecho de su aspecto físico. Ser hombre en un país machista equivale a cumplir un estereotipo tan férreo que resulta por momentos directamente insoportables. Ese macho calcáreo tan duro de comprender como de asimilar.

“Hay una percepción evidente sobre lo que el hombre puede ser como símbolo y la forma en que lo percibe la cultura”

No sé qué responder a eso. Crecí con hombres machistas, como cualquier mujer de mi país. Mi padre estaba convencido de que las mujeres debían «no solo ser decentes sino, además, parecerlo» y uno de mis tíos insistió hasta el último día de su vida, que ser «ser fotógrafa era denigrar mi feminidad», un término que utilizaba para definir cierta actitud sumisa en la que por supuesto, jamás encajé. Pero por supuesto, hay muchísimas más ideas sobre el tema: los hombres que sienten que deben demostrar su virilidad a través de la violencia y la agresión. Más allá de eso, hay una percepción evidente sobre lo que el hombre puede ser como símbolo y la forma en que lo percibe la cultura. Entre ambas cosas, la brecha es enorme, dolorosa e incómoda, cuando no directamente incomprensible.

—Ser un hombre latinoamericano es un trabajo a tiempo completo —prosigue—, es una idea que te acompaña a todas partes y desde la niñez. Mientras la mujer lucha por que no la aplaste el menosprecio, el hombre batalla contra una imagen rígida sobre lo que debe ser o cómo debe comportarse.

De niña, mis primos, con quién jugaba a diario, estaban siempre muy preocupados por no parecer «débiles», de manera que se tragaban las lágrimas de frustración y miedo, la incomodidad de raspones e incluso una que otra fractura y, sobre todo, el miedo. Recuerdo que, en una ocasión, mi primo mayor y yo nos quedamos atrapados en el diminuto ascensor del edificio en el que vivía. Pálido y aterrorizado, se dejó caer al suelo, temblando por un sentimiento de horror tan vívido que me conmovió como pocas cosas lo habían hecho hasta entonces y lo harían después. Me incliné a su lado, le pasé un brazo por la espalda y nos quedamos allí, apretados el uno contra el otro en la oscuridad, intentando que el miedo no nos dejara sin respiración. Finalmente, cuando los bomberos lograron restablecer el servicio, me miró avergonzado e incluso disgustado. «Jamás le cuentes a nadie que me asusté», me exigió con la voz rota y los ojos muy abiertos, como si la mera posibilidad que me mofara de él le resultara insoportable «Jamás le digas a nadie cómo me sentí».

No lo hice, claro, pero la reacción me dejó algunas lecciones que recordé por mucho tiempo. Cuando le recuerdo todo lo anterior en un almuerzo familiar, me mira conmovido y sorprendido.

—Recuerdas todo eso.

—Claro, eras la persona más valiente del mundo y tenías miedo. Eso me preocupó mucho.

Se toma un sorbo del café negro y sin azúcar que suele beber. Se encoge de hombros. De pronto, a pesar de sus casi cuarenta años cumplidos, me parece de nuevo el muchacho pecoso, cansado y triste de su juventud. Incluso el niño delgaducho y nervioso que fue durante nuestra infancia.

—Tenía tanto miedo que todos se burlaran de mí —me dice con un suspiro, una tristeza real y tan firme que me desconcierta— pasé buena parte de los meses que siguieron convencido de que tendría que soportar las burlas de mis hermanos, que todos se enteraran que yo era un «mierdita cobarde».

Reconozco el término: era el que utilizaba mi primo mayor para referirse a cualquiera que mostrara algún símbolo de debilidad, miedo o vacilación. Más de una vez me lo dedicó, pero jamás le hice demasiado caso: solía golpearle a patadas y arrojarle todo lo que tenía en la mano cuando lo hacía. Pero supuse era distinto para mí. Era una niña, no era parte del «grupo». Y por supuesto, no tenía que demostrar nada a él o al resto de adolescentes que le rodeaban a todas partes como un grupo de terribles jueces del criterio y el comportamiento ajeno. Un pensamiento inquietante con el que mi primo debió lidiar por años.

—Ser un hombre es un poco aceptar que todos te juzgarán de alguna manera —dice mi primo con un encogimiento de hombros—, intento no criar a mi hijo de esa manera… pero supongo que lo tendrá que afrontar, antes o después. Todos los días. El mundo es así.

Mira hacia el patio en el que su hijo de nueve años corre de un lado a otro, riendo a carcajadas y jugando a darse empujones con un niño desconocido. ¿Cómo es la masculinidad en la actualidad? ¿Cómo se define un hombre en nuestra época? ¿Como es la nueva generación que crece a la sombra de estereotipos y dolores? El pensamiento me preocupa, me duele, me sacude de un lado otro.

Recuerdo todo lo anterior mientras disfruto de la película “Phantom Thread” de Paul Thomas Anderson. En la película “Phantom Thread”, el director regresa la figura patriarcal —ese peso cultural que deforma y reconstruye la imagen del hombre a semejanza de una idea tradicional sobre lo viril— en busca de redención, pero además, le agrega un inusitado elemento de pura delicadeza intelectual. Una redención de sorprendente belleza argumental que resulta por momentos inquietante por el hecho de convertir la misma ambición y avaricia que Anderson analizó en sus anteriores obras en algo más extraño y fascinante. A través del personaje de Reynolds Woodcock, Anderson reflexiona de nuevo sobre los límites del dominio, el control y el sentido de una masculinidad tóxica, que el director convierte en algo mucho más elaborado, elemental y profundamente sentido. Para el director, parece de enorme importancia que la historia de “Phantom Thread” —aderezada y sostenida sobre cierta idea ambivalente sobre la bondad y la maldad, la necesidad del poder pero también, el rasgo más conmovedor de la belleza— sea un reflejo de una evolución consistente sobre el personaje masculino que hasta ahora, Anderson ha desarrollado de película en película. Su Reynolds Woodcock —de una suave y elegante fiereza— demuestra no sólo la forma como el director analiza la fuerza masculina sino además, cómo percibe el poder, lo que convierte a “The Phantom Thread” en una obra de arte de la insinuación y la elegancia visual.

La película, con su enorme carga simbólica, deja claro que Anderson de nuevo medita sobre la figura masculina, pero también añade una insólita dimensión, al expresar el arte y lo estético como una forma de poder directamente vinculada con la identidad y la individualidad. Toda una combinación que se sustenta sobre la visión de Anderson sobre la virilidad, la voluntad creativa, pero sobre todo, la percepción sobre lo que nuestra cultura asume como poderoso. Anderson concibe al rígido modisto de la década de los cincuenta, como un artesano de enorme talento, pero también incapaz de asumir la belleza como otra cosa que un lenguaje privado. “Phantom Thread” analiza —casi de manera involuntaria— las líneas y pequeñas conexiones entre lo que consideramos poderoso, pero también de la cualidad de la belleza para reflejarlo. ¿Puede ser la belleza un símbolo de fuerza? ¿Puede traducirse las cualidades tradicionalmente relacionadas con lo femenino como la elegancia, la sutileza y la ternura del mundo de la moda en algo más contundente y agresivo?

La reflexión de Anderson tiene mucho de paradójica y sobre todo, de esa necesidad del director de analizar la proyección de la figura masculina —idealizada y tradicional— a través de una visión que busca empalmar y analizar las raíces conjuntivas de lo viril con algo más complejo. En “Magnolia”, Tom Cruise interpretaba a un orador machista que lanzaba incendiarias diatribas sobre el poder y lo masculino, al tiempo que parecía sostenerse sobre una endeble y frágil vida familiar. Lo mismo ocurre en “Phantom Thread”, donde el director logra crear en un contexto de extraordinaria belleza, una pretensión ideal sobre lo viril que roza una evidente dureza. Pero también, Anderson parece profundamente sorprendido por la capacidad de su personaje para reflexionar sobre sí mismo como parte de un contexto hostil y violento que se construye a través de ideas subyacentes, proclives al análisis sobre lo que consideramos masculino y femenino en medio de un debate perenne sobre el tema.

 “Hay más misterio en las lágrimas masculinas que en las femeninas”

Claro está, la dimensión de las emociones masculinas suele analizarse de manera muy superficial en el mundo del arte. La visión de Anderson parece supeditada a la ideal del hombre como elemento de lo conservador y también, como estereotipo ineludible. Nuestra cultura parece incapaz de concebir una visión sobre el hombre más allá de cierta contención y frialdad emocional, lo que hace que con frecuencia, el estereotipo del macho duro e inaccesible sea inevitable en la mayoría de las visiones sobre lo masculino en cualquier género artístico. Una percepción recurrente con la que el director Pedro Almodóvar suele sentirse incómodo y a la que se enfrenta en cada oportunidad posible. Para el director manchego “hay más misterio en las lágrimas masculinas que en las femeninas”. Una percepción que no sólo permite que Almodóvar sea mucho más consciente del peso y el valor de sus personajes masculinos, sino que además, de la dimensión de lo emocional en sus películas. Una combinación que la mayoría de las veces crea extraordinarias percepciones sobre la ternura, el dolor existencial y el sufrimiento.

La película “Hable con ella” es quizás el mejor ejemplo de la obsesión de Almodóvar por las emociones masculinas pero sobre todo, por la complejidad de los sufrimientos intelectuales y morales de nuestra época. Es una historia sobre la absoluta soledad, en la que cada uno de los personajes no sólo está emocionalmente aislado sino que perdió su capacidad para comunicarse con los demás. Esa noción sobre la distancia, el miedo a los territorios inexplorados de la mente y la angustia del desarraigo la que sostiene una narración que analiza al hombre desde la sensibilidad. Toda una rareza en medio de las expectativas sobre lo masculino y lo ideal que forman parte del imaginario colectivo.

Por supuesto, hay una rara ambigüedad en una película en la que los personajes femeninos son símbolos de ruptura y dolor —muñecas rotas incapaces de cuidarse por sí mismas— y en el que los masculinos se debaten sobre la fragilidad a través de cierta violencia insinuada que jamás se muestra. Hombres con emociones, que se debaten dentro de una percepción de la masculinidad que deslumbra por su sutileza. Lo que sorprende sobre todo de “Hable con ella” es esa inusitada y conmovedora visión de Almodóvar sobre la soledad masculina, personajes hasta entonces un tanto olvidados y relegados por un Almodóvar obsesionado por las emociones femeninas. La película transcurre con una lentitud diáfana, una mirada muy precisa sobre la angustia existencial de dos hombres sometidos a un aislamiento involuntario, abrumados por el dolor y el no existir de la aridez emocional. Almodóvar crea una atmósfera emocional poderosa, con una puesta en escena sobria, modulada, cargada de símbolos y metáforas visuales que envuelve la historia con lentitud, le brinda belleza incluso a los momentos más duros y desconcertantes. Porque hay mucho de la habitual mirada melodramática de Almodóvar pero también, de una meditada reflexión sobre lo espiritual, sobre el sufrimiento e incluso, sobre algo tan sutil como la manera como asumimos las pequeñas tormentas emocionales. Una y otra vez, Almodóvar demuestra que puede construir una historia que asombra por su profundidad y que también emocione por su sencillez, por sus inusitados momentos de comedia, y sobre todo, por esa infaltable ingrediente de pura picaresca que define a Almodóvar incluso en esta singular suya a un cine mucho más personal.

Porque ser hombre en cualquier época y en cualquier lugar, parece una batalla por evitar que la personalidad y la identidad sean aniquiladas bajo el peso del canon. Un hombre no siempre tiene la posibilidad de la elección —una idea desconcertante para cierta visión social que asume al hombre privilegiado de origen— y a su vez, debe enfrentarse a esa rigidez del deber ser, de la idea inevitable, de la percepción asidua de la masculinidad convertida en un extraño concepto. Lo anterior me recuerda una escena de una película que hace casi un par de décadas, causó cierto revuelo “In and Out” del director Frank Oz y protagonizada por un magnifico Kevin Klein. En la cinta, Klein interpreta a un maestro de escuela a punto de casarse, a quien uno de sus alumnos señala al recibir el premio Oscar, como gay. Hilarante pero sobre todo, profundamente crítica con una serie de estereotipos e interpretaciones sobre lo sexual, los roles y el género, la película borda con buen humor las peripecias de Klein, intentando demostrar su virilidad. Y es que para todos quienes le rodean, el buen gusto musical del maestro, su impecable forma de vestir e incluso su manera de bailar son indicativos de ser una «mariquita», palabra que se utiliza como un considerable golpe de efecto a lo largo de la película. En una escena memorable, Klein intenta aprender a bailar como un hombre, escuchando una cinta que le indica a gritos cómo hacerlo. A medida que la secuencia avanza, el desesperado Klein intenta aceptar todas las instrucciones de la voz amedrentadora: «un hombre no se mueve, un hombre no disfruta al bailar, un hombre ¡No se mueve!. ¿Alguna vez has visto a Schwarzenegger menear las caderas? ¡Nunca! ¡Hombre no demuestra nada de placer en nada de lo que hace!».

La película, que en su momento fue acusada de «innecesariamente polémica» y «sermoneadora» es sin embargo, un buen planteamiento sobre esa imagen elemental que la cultura tiene sobre el hombre verdadero. Porque el argumento, que se desliza por toda una serie de tópicos que insisten en las emociones masculinas desaparecerán —o son aplastadas— bajo la imagen tradicional del deber ser. Y más allá de eso, la película pone sobre el tapete una vieja polémica sin respuesta: ¿Es lo femenino y lo masculino un complicado juego de roles que define la cultura bajo la figura del deber ser o algo menos complejo y más esencial? Quizás necesita mirarse a sí mismo con mayor atención para comprender que la emoción —la fuerte, la apasionada, la sencilla, la profunda— no es una forma de debilidad sino simplemente, una manera de crear. Una forma de libertad.

Aglaia Berlutti - Columnista The Wynwood Times
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