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Por Jesús Puerta Mujica

Lo más difícil no fue tomar la decisión. Ir cerrando cada trinchera donde el ánimo consiguiera parapetarse, lanzar explosivos a los refugios, quemar la última vela, el más moderado de los optimismos, reventarse los brazos tratando  de levar las anclas o, como último recurso, cortar los mecates y las cadenas. Vencer con una decisión digna de una causa magnífica, todo lo pudiera ofrecer resistencia. Matar cualquier ilusión porque ya su manto había sido roto por la última decepción cotidiana, precio, existencia, asalto. Ir con la cabeza rotando, dando vueltas sobre sí misma, revisando uno tras otros los argumentos, sopesando las razones, el tono ansioso de Toño, la insistencia de Matilde como un martillo cayendo una y otra vez sobre las últimas cenizas de su sonrisa. Darle patadas a la esperanza porque ya no era bienvenida por mentirosa y cansona. Rehuir a González con su enfermiza visión de mejoramiento. Callar esas inexplicables ganas de golpear, de morder, de gruñir, a Esteban y Javier, que seguían alimentando un pajarito preñado que, según, había hecho nido en el barrio.

Tampoco fue lo más difícil madrugar y plantarse en esa infinidad de colas frente a taquillas despiadadas. Soportar el dolor del ciático, esa tortura espantosa que le recorre puntual desde la cintura, pasando por la nalga, bajando al muslo hasta terminar en el pie, haciéndole gemir. Revisar una y otra vez los papeles. Conseguir los reales para pagar la diligencia, conseguir el efectivo para los pasajes, caminar quién sabe si tres, seis, diez kilómetros, para sorprender el amanecer que ya es la mitad de su día, en realidad, y no el principio, que es hace rato la oscuridad. Aceptar que todavía falta un detalle, que se colocó mal un dato, que hay que sacar otra fotocopia. Volver a revisar una y otra vez los requisitos y descubrir que ni siquiera se está en el comienzo del fin. Ni siquiera se vislumbra el comienzo.

No fue demasiado difícil tampoco arreglárselas para arrancar con toda esa gente, las mismas caras cansadas, la misma miseria, el hambre, mantenerse despierta como la desgracia, suspirar porque el aire no alcanza para el estómago y el alma. Cambiar del bus a los camiones, y de estos a otros. Total, ya lleva años siendo ganado en camiones, carga humana de desecho, cosa agotada con dolor de cabeza, sudor amargo que forma espesas conchas de hedor, restos de algo que fue una mujer resistente y trabajadora que ahora sólo se sostiene por el resquicio de una nueva esperanza, una chiripita apenas, un grieta en la noche cerrada.

La muchedumbre en la frontera, los gritos y los empujones, alguna ráfaga, algún silbido de balas que acariciaron su aliento. Nada de esto era tan difícil. Ya había llegado hasta aquí y faltaban pocas cuadras, pocos metros, un pedacito, para cruzar la raya y estar allá.

Tampoco fue difícil llegar a lo desconocido. Dar una batalla cada día, sin estrategia frente a esas miradas y esos desprecios. O hacer la mañana como una sombra. O llegar a la tarde como una ruina. O, a la noche, como un trapo tirado en la acera. Ver morir cada soldado de su voluntad. Ir de allá para acá preguntando, solicitando, cada vez más pequeñita, cada vez más hormiguita expuesta a que venga un desprevenido y la pise.

Lo difícil es esta tristeza que la paraliza, que la hunde, que la pulveriza y la licúa. Lo difícil es ahora estar lejos o no estar definitivamente, como cuando uno se muere. Lo difícil es acordarse y sentir que el recuerdo era al final su vida.

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