Por Luis Raúl Brown
Aquella mañana nadie que nos observara a mi hermana y a mí por la Barceloneta buscando un sitio donde desayunar, podría imaginar lo que habíamos pasado hacía tan poco tiempo. La cara recién lavada de Luisita le da una apariencia mucho más juvenil de lo que realmente es, diecinueve recién cumplidos la semana pasada. Cómo nos cuesta, coño, ser venezolanos en el exilio, me dijo aguantando las ganas de llorar. Su pelo es rubio y ondulado; catira, la llamamos la familia y los amigos. No obstante, el dolor por la ausencia, en ocasiones no logra desprenderse de esa, su risa como refrenada que la envuelve en una mayor simpatía, ante la chispa criolla que aún en las peores condiciones mantenemos siempre. Ella es magallanera, yo de Cardenales y soñamos con empanadas de cazón, una hallaca y una polarcita. Tristes cuando escuchamos Serenata Guayanesa o a Ilan Chéster. Ella viste bluyines a la moda indiscretamente rotos, una blusa desenfadada y muy blanca que denota de inmediato que el lujo no lo da la marca sino la personalidad, sin ser escandalosa combinan perfectamente con las cuasi rústicas alpargatas tejidas. Los paisanos que nos escuchan conversar, ahí mismo captan nuestro acento típico de Venezuela, pero no del citadino caraqueño, sino de la Venezuela rural y sencilla, específicamente del estado Bolívar. Porque somos de allá, de la legendaria tierra del oro, de los diamantes a flor de superficie, de minerales raros como el uranio o el coltán. De otrora grandes y poderosas empresas explotadoras y procesadoras de hierro o aluminio.
En cada esquina, en el metro, en los puestos de mercado encontramos paisanos. Algunos en peores condiciones económicas que otros, pero igual, sufriendo un exilio innecesario e involuntario, por la Barceloneta o transitando por la Rambla pulula la diáspora.
Cansados de marchar entramos en un chiringuito, nos ubicamos en una mesa con vistas al frío mar mediterráneo en primavera, pido una cerveza que no sabe igual, ella un refresco de cola. Es como estar en el Paseo Orinoco, reflexiono sarcástico como si fuera uno de mis chistes repetido cien veces, mi humor a flor de piel hace que Luisita se olvide de los malos momentos. Llevo un corte de cabello adaptado al uso de los jóvenes de acá según me dijo el barbero marroquí, sin embargo, cómo olvidar nuestro origen. No dejen de lado nunca el lugar de donde han salido, nos señaló nuestra madre llorando cuando subimos al bus, cargados de nostalgia y sueños interrumpidos.
Entonces el corazón de Luisita vibró súbito, me diría luego, sintió un fuerte estremecimiento en todo el cuerpo, su rostro claro palideció más aún. No se sabe de dónde un coche apareció frente a nosotros, el hombre de contextura fuerte y mirada seria se bajó pausadamente, creí que me observaba, recordó, tocó mi brazo con desespero, está ahí, musitó como un sollozo, está allí Rodrí, casi gritó, giré el cuello lentamente, por una millonésima de segundo juzgué ver también al esbirro del régimen que estuvo a punto apresarnos en la frontera cuando huíamos de la tiranía que agobia a nuestro amado país.
El hombre se acercó a la mesa que estaba justo al lado de nosotros, un chico desgarbado, de pelo largo y rojizo se levantó y se dieron un cariñoso beso en la mejilla, saludándose en una lengua que no pudimos reconocer.
Por The Wynwood Times