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Por Juan Carlo Rodríguez

Seudónimo: Gualberto Blanco

Ver el cartel de “Welcome to Walt Disney World” solía devolverte a la infancia, sin importar la edad, listo para vivir una vida de fantasía en ocho horas. Verlo otra vez, veinte años después, con lentes de seguridad, casco protector y botas de trabajo, te hace recordar que ahora eres bien adulto, y que debes estar listo para una vida muy, muy real. Y vas y montas el nuevo invernadero, bajo las miradas verdes de La Bestia, del Rayo McQueen, de la Rana René, y te das cuenta que sí, que has emigrado, que no hay Disney que valga.

Emigrar a la capital turística de la Florida, la que para muchos es la punta norte de Latinoamérica, tiene sus propios retos. Estás rodeado de recuerdos, de una época en la que eras el rey de la comarca, llenando con tu dinero los negocios locales. Ahora tu lugar lo ocupan brasileños, argentinos, colombianos. Y te toca cargar con la dosis extra de humildad y asumir que, aunque hayas sido conocido en Venezuela –que no lo fui– aquí eres nadie. No el “Nadie” de Ulises, no, porque ese hasta un cíclope derrotó. No. Eres nadie, punto. Una pizarra en blanco, una hoja sin tachas. Toca escribir para que los demás lean.

Mientras, hay cuentas que pagar. Bills, les llamas ahora. O bueno, “biles”, pues. Suena a “bilis”, como la que botas del estrés cuando se acerca la fecha. Así que no hay chance de esperar a que llegue algo en tu área. No, señor. El ciclo de los venezolanos en Orlando se cumple: llegas, consigues trabajo en construcción (hombres) o limpieza (mujeres). Ahorras lo suficiente para comprar un carro, empiezas a hacer Lyft o Uber. Hasta que puedes tener un trabajo más o menos estable, y sólo matas esos tigritos “para completar”. En mi caso, el estable, por ahora, fue como mesonero.

Uno solía creer que es un trabajo sencillo: tomar órdenes, llevar comida, recibir pago. Pero junto con las habilidades de cargar una bandeja viene el aprendizaje de las complejidades, de que hay mucho más detrás de eso. Empiezas a olvidar la quincena, a esperar el final del día y el depósito de las propinas. Empiezas a odiar a Mister Pink (gracias, Tarantino) y a cualquiera que crea que no hay por qué dejar propina. Y empiezas a hablar. Con quienquiera que converse. Comensales, compañeros. Porque eso es lo que te va a hacer más falta: con quién conversar.

Uno se va con lo que puede cargar, con quien lo vaya a recibir. Y eso no incluye a los amigos del café, de la cerveza. Así que pasa mucho tiempo antes de poder sentarse con un alma amiga como las de antes, con quien sentarse a saber del mundo y a acomodarlo después. Otros venezolanos te saludan y aceptan, pero es raro el que te ofrece una comunicación adicional, un teléfono, un perfil en Facebook. Tratas de ampliar tu círculo a puertorriqueños, cubanos, incluso el ocasional gringo de pura cepa, pero nunca es lo mismo. Así que te toca asegurar el WhatsApp, el Skype, hasta el Instagram si se puede. Gracias a Dios por ella, la que siempre está, pero aún hay a quienes extrañar.

Emigrar a Orlando alivia y duele. Porque como humilde mesonero puedes ayudar a tu familia que queda allá y puedes tener la vida que Venezuela te negó. Porque siempre estás recordando que ya no tienes la vida de antes, ni las amistades de antes. Sólo toca la vida de ahora, aspirando a la nueva de mañana.

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