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 “ Bolívar nos ha acompañado de una manera tergiversada, más como un semidiós incuestionable que como un hombre de carne y hueso susceptible de ser criticado y evaluado desde una cierta objetividad cívica.”

Por Miguel Ángel Latouche.

Para los venezolanos, hablar de Bolívar implica referirnos a una multiplicidad de sujetos y visiones que se conjugan, en sus diversas interpretaciones, a lo largo de nuestro devenir como pueblo. Como alguna vez dijese Paul Valeri “el mismo yo, corta muy diferentes figuras”. Cuando hablamos de Bolívar debemos definir a quién nos referimos: al joven soñador de la Sociedad Patriótica, al soldado, al que traicionó a Miranda, al de la Carta de Jamaica, al de la Guerra a Muerte, al que fusiló a Piar, al del Discurso de Angostura,  al General de Carabobo, al que cruzó los Andes, al que deliró en el Chimborazo, al que bailó con José Laurencio en el Perú, al amante de Manuela, al que soñó la “Gran Colombia” o al hombre que salió del país para morir en el exilio luego de liberar 5 naciones y ser enterrado en tierra ajena con una camisa prestada y pensando que había arado en el mar.

La polémica acompañó al Libertador durante toda su vida y después de su muerte. Pero nunca, hasta muy recientemente, habíamos tenido los venezolanos una disputa nacional relacionada con su fisonomía. Bolívar era un hijo de España, un criollo mantuano de una de las familias más acomodadas de nuestra pequeña Capitanía General. Era un Caraqueño de su tiempo, de cara larga y rasgos finos tal y como podemos observar en su vasta y bien documentada iconografía. Vale decir que se trata, claro, de un personaje complejo, los héroes suelen serlo, demasiado grande, quizás, para nuestra pequeña república inconclusa. Bolívar ha sido usado, desde la hora menguada de su muerte, como un pivote alrededor del cual se construye la unidad de la Nación. Nuestra vida republicana ha girado, en gran medida, alrededor de su imagen y pensamiento. Su figura ha sido manoseada impúdicamente desde el poder como un elemento para validar el ejercicio de la dominación política. Desde Bolívar se han justificado gobiernos y revoluciones, su figura se ha interpretado a conveniencia hasta el absurdo. Basta recorrer la historia de nuestros últimos dos siglos para observar, para bien y para mal, su presencia entre nosotros.

Venezuela está representada en una sociedad relativamente joven, sin grandes tradiciones históricas, cuyo Estado Nacional Weberiano se construyó de manera bastante tardía. No fuimos un Estado moderno reconocible sino hasta principios del siglo pasado, cuando se impuso, a sangre y fuego, una cierta institucionalidad, se unificó el país y se construyeron los primeros trazos de nuestra “vida civilizada”. La Guerra de Independencia, es la única épica colectiva en la cual nos reconocemos como nación y nos sentimos partícipes; quizás por ello nuestra apelación permanente al Panteón de los Héroes y a sus representantes, en contraposición con la ausencia de héroes civiles. Entre nosotros prevalecen los chafarotes y las charreteras sobre el papel y la pluma. Venezuela es un fortín, decía el Libertador. Es natural que una sociedad adolescente se encuentre en la búsqueda permanente de un Padre representado en la figura del “hombre a caballo”, del caudillo en quien se deposita la suerte de la Nación.

Despojarse de la voluntad propia y depositarla en un agente externo, implica una renuncia al ejercicio pleno de la ciudadanía. El hombre-masa es arrastrado a la plaza pública donde pierde su identidad reflexiva y su voluntad y la hace presa de los voluntarismos, los populismos, los autoritarismos y los otros “ismos” que habitan nuestras sociedades y rompen el espíritu republicano. Así, Bolívar nos ha acompañado de una manera tergiversada, más como un semidiós incuestionable que como un hombre de carne y hueso susceptible de ser criticado y evaluado desde una cierta objetividad cívica. Bolívar ha estado presente como un elemento de cohesión, pero también como un factor de legitimación del discurso público y de determinadas formas de dominación, pasadas y presentes, que han sido construyendo en el discurso público, validadas desde las formas de socialización que se imparten en las escuelas y replicadas por los Medios de Comunicación de manera artificiosa y, a veces, interesada. Hemos olvidado desde hace mucho que lo verdaderamente rescatable de los héroes es el ejemplo que nos brindan y la ética que nos piden emular, y no el halo mítico que los rodea y que nos invita a convertirlos en abominables objetos de adoración que terminan dañando, sin querer, el tejido colectivo. 

A nadie se le ocurre pensar que Rusia funcione según las ideas de Pedro el Grande o que los Estados Unidos siga a pie juntillas el pensamiento de los “Padres Fundadores” como si de un monumento de piedra, inalterable, se tratase, o que Francia siga su curso apelando a Napoleón, Luis XIV o el General de Gaulle. Los líderes pertenecen a su momento y no son trasladables de una época histórica a otra. Es cierto que la memoria, acciones y ejemplos de los “Grandes Hombres”, y mujeres -claro-, quedan como parte fundamental de la construcción colectiva, pero a la sociedad le corresponde emanciparse, encontrarse a sí misma, reconocer sus potencialidades para avanzar hacia el futuro. Cuando los héroes empiezan a pensar sobre la sociedad, circunscribiéndola a la esfera de influencia del mito, o castrándolo, es el momento de colocarlos en los libros de historia y dejarlos reposar en paz. Sin que eso implique que dejemos de estudiarlos o que desconozcamos su pensamiento o su tiempo histórico; el truco está en aprender de ellos sin convertirlos en objeto de culto colectivo. A las sociedades como a los sujetos nos corresponde, en algún momento, asumir la mayoría de edad. Cada período histórico presenta sus propios retos y es a los hombres y mujeres de ese tiempo a quienes les corresponde atenderlos, desde su propia comprensión de la circunstancia que les ha tocado en suerte vivir y en términos de un proceso de construcción colectiva que es producto del encadenamiento de las diferentes etapas históricas por las cuales transita la sociedad. Vale decir que es a las instituciones y no a los hombres a las que le corresponde garantizar la coherencia de ese encadenamiento.

La debilidad de nuestra construcción colectiva hace que sea tan crucial para los venezolanos definir la identidad del Libertador, es como quien se mira en un espejo tratando de descubrirse a si mismo. En el juego de nuestras representaciones colectivas, el rostro del Libertador dice demasiado. Sobre todo, cuando el país se encuentra en medio de la crisis más importante de su vida republicana. Entonces: ¿De qué Bolívar hablamos? La iconografía del libertador es extensa y no vamos a discutirla acá. Vale la pena, sin embargo, mencionar que el propio Libertador reconoció el retrato que le hiciese el pintor peruano José Gil de Castro como uno hecho “con la más grande exactitud y semejanza”. En todo caso, a Bolívar se le representa como un hombre de cara perfilada nariz larga, aguileña, ojos pequeños y frente amplia. Un blanco criollo con labios refinados y patilla larga. Ese es el rostro que nos ha acompañado desde los inicios de la república. El que vemos en las estatuas y encontramos en billetes y monedas de curso legal. Ese es el Bolívar que colgaba en los salones de la Sociedad Bolivariana, las oficinas públicas, las sesiones del Congreso y en Miraflores. Es difícil entonces, imaginarse al Bolívar mestizo, grueso, de quijada fuerte y cejas pobladas que se nos propone desde una “revolución” que ha decidido apropiarse para sí los símbolos patrios y reinterpretarlos a conveniencia desde el ejercicio omnímodo del poder.

La política no es una ciencia comprobable en un laboratorio con condiciones controladas. El hecho político, y sus representaciones, no requiere estar investida por la “verdad”, sino que la misma puede justificarse desde lo que puede parecer verosímil o no. Es para muchos, en el sentido señalado, perfectamente creíble, aunque sea contrario a la verdad histórica comprobable, que en un país prevalentemente mestizo, el primero de los héroes patrios también lo sea y que esta aceptación suponga un cambio tanto dentro de la valoración de lo político, como en lo que a valoraciones estéticas y de contenido se refiera, en particular en lo que tiene que ver con la construcción de una nueva hegemonía política y cultural que no solo implica una reescritura de la historia, sino, además, una reconstrucción del tejido cultural y valorativo de los venezolanos que no necesariamente comulga con la tradición de occidente o que, en todo caso, hace patente, de una manera muy cruda, la herencia mestiza y formas de barbarie que pensábamos ya habían sido superadas por los mecanismos de la modernidad. Quizás por eso Doña Bárbara se convierte en leyenda para vivir en el alma de los que saben, quizás desde allí ha regresado a establecer una vez más el Miedo sobre este “tierra de gracia”.

Lo cierto es que la polémica alrededor del rostro del Libertador y su uso como elemento simbólico, nos hablan de una “sociedad invertebrada”, de un país que no se reconoce como totalidad, en el cual los diálogos se convierten en ruidos y en el que las categorías valorativas son distintas para diferentes grupos sociales. Venezuela es un país que ha perdido el sentido de unidad socio-cultural en el cual se plantea la prevalencia de un modelo de sociedad sobre otro. Modelos disímiles, que parecen difíciles de consensuar y que no favorecen la construcción de un espacio de convivencia democrático desde el cual sea posible vivir con las diferencias que corresponda. Es evidente que el Bolívar mestizo, sin ser verdadero apela a sectores importantes de la sociedad venezolana, aquella que se juega alrededor de la figura del héroe su propio sentido de reconocimiento intersubjetivo. Una sociedad que ni siquiera puede ponerse de acuerdo acerca del rostro de su héroe más importante se encuentra, sin duda, frente a un problema crucial que no tiene que ver con las características fisionómicas del rostro en sí mismo, sino a los efectos que genera en tanto que elemento de representación simbólica. Uno se encuentra, entonces, un país dividido, roto, sembrado de odios y cuyas instituciones republicanas se encuentran a punto de quebrarse. Venezuela vive una crisis de la moralidad pública que uno espera pueda restituirse a través de la construcción de lo común y no mediante un doloroso acto de fuerza. El país se mueve entre la razón y la barbarie sin que ninguna de las partes posea el monopolio exclusivo de la verdad. Asusta pensar que así han empezado algunas guerras. El tiempo dirá, nadie sabe a donde va hasta que no llega, lo cierto, es que la reconstrucción del país requiere un acto de madurez colectiva que no parece estar presente entre nosotros en este particular momento de nuestra historia.

Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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