Por José Graterón Namías
En una mudanza que sabía sería mi última, al menos en Venezuela, encontré un contestador telefónico antediluviano. Pensé en los mensajes que ahí latirían hibernando en una esquina del maletero de mi casa, en el sótano del edificio. Por eso lo conecté y al hacerlo encendió; le soplé el polvo y el pequeño cassette de los mensajes aún estaba dentro. Una luz empezó a titilar y con ella la posibilidad de haber encontrado una cápsula del tiempo. Una especie de atrapa sueños. Un pinchazo de curiosidad me hizo subir la Panasonic a mi apartamento.
Mi madre había fallecido hacía más de dos décadas. A pesar de las numerosas llamadas de mis hermanas, inmerso en mi vida de otrora, no me di cuenta de su muerte inminente y no llegué a tiempo para verla aún con vida. La noche anterior había soñado con ella, quizás por mi partida definitiva. Ahora mis dos hermanas vivían fuera y yo era el último en dejar el país. Al irme despojando de mis pertenencias consideraba que estaba más ligero para coger vuelo. Me sentía livianito. Ningún sentimiento de culpa me embargaba. Dejaba mi país, y mi vida se limitaba a un colchón, una lámpara y un par de libros.
Jamás hubiera pensado en mudarme al extranjero a mi edad madura, los amigos se acercaban para “irse despidiendo” y me traían fruta o comida (ya había vendido la cocina a gas y solo contaba con una hornilla eléctrica). Los muchachos de la mudanza me preguntaban intrigados qué era “eso de ahí”, refiriéndose a la Panasonic, era obvia la intención, pero ya les había regalado muchas cosas, sobre todo adornos que no tenían ningún valor sentimental y no quería sentirme presionado.
—Y si no tiene valor como usted dice –me interpeló el más avispado de los dos cargadores– ¿por qué entonces no la ha botado?
Como no sabía responder a eso, ignoré el comentario. Me molestaba la avidez con la que me pedían cosas y yo percibía una injusta indiferencia; nadie comprendía mis sentimientos, todos me decían: “Allá te vas a dar la gran vida; ¿para qué quieres esto o aquello?”. Y yo, a pesar de mi buena disposición, experimentaba la rara sensación de haber muerto y a la vez participado del remate de mis pertenencias. Preguntas inocentes como, “¿De dónde es este cenicero?”. Yo me las tomaba a mal y el organizador de la venta de garaje me sacaba del apuro empujándome fuera. Cuando todo terminó y me dejaron solo, mis pisadas reverberaban en la casa vacía de alfombras y muebles, como si estuviera parado frente a un precipicio el eco rebotaba en las paredes.
Estaba incómodo, me encontraba en un limbo, ni aquí ni allá; no reconocía esta especie de cueva en la que se había convertido mi hogar. Entonces vi la botella de vodka con dos dedos de contenido, dejados a propósito para brindar por mi salida de esta pesadilla. Suspiré y con un vaso de plástico y la ciudad a mis pies me empezó a dar nostalgia.
—¡Ay madre mía, cuánta falta me haces! ¡Qué triste dejarte sola, en ese cementerio de Punto Fijo, yermo y barrido por la brisa! ¿Regresaré a tu tumba algún día? Allí, algún resorte en mi mente engranó y me arrodillé para prender la máquina, carraspeó, chirrió, y se hizo el silencio, ya cuando iba a apagarla pensando en la inutilidad de todo el asunto, en un salto cuántico al pasado por un mensaje que nunca había escuchado, la voz de Aurora, mi madre, resonó con claridad:
—Luis hijo mío, cuídate, te tengo en mis oraciones.
Lloré.
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