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Por Edgar Ferreira Arévalo

QUEDARON en encontrarse sin falta el primer sábado de diciembre. El lugar exacto poco importaba si se respetaba la hora convenida. En todo caso, se trataba tal vez de la última oportunidad para una relación poco clara y sin muchas esperanzas.

Lejana era ya aquella noche en el apartamento de Dayana en El Marqués, tras hora y media de un duelo de sarcasmos: “Es que tú no me quieres lo suficiente. No para seguir con nuestras vidas. Te quieres más a ti que a nuestro futuro”, dijo ella. Luis la miró con el asombro cansado que reservaba para aquellas discusiones: “Y por lo visto a ti te pasa lo mismo. Te importan poco mis razones. Haz con tu vida lo que te dé la gana. Me da lo mismo”. “Por supuesto que te da lo mismo, Luis, como todo”. “Muy bien. Qué hago aquí entonces”, murmuró él, antes de marcharse con un portazo.

La relación se hundía sin remedio desde meses atrás. Cada enfrentamiento era siempre más duro que los anteriores. Facturas que de pronto salían a flote; palabras que volaban como puñales; habitaciones olvidadas que se abrían con un vaho de asuntos jamás ventilados. Nunca habían acordado iniciar de manera formal los trámites de la separación.

Un par de años después coincidieron en dos o tres reuniones de amigos comunes. Y el tiempo había hecho su trabajo. Los reclamos y acusaciones no lucían entonces tan severos, y el eco áspero de los gritos y los juicios terminantes se había diluido en el largo silencio del desencuentro. En algún momento quedaron –por qué no, Dayana; claro que sí, Luis– en tomarse un café en Las Mercedes, pero nunca tuvieron el momento, o se las arreglaron para no tenerlo. Y esta vez el tiempo también hizo su tarea.

Se perdieron el rastro durante cuatro años más. Hasta el día que, casi a medianoche, un arpegio delicado vibró en el celular de Luis. Se espabiló de una duermevela inquieta y revisó soñoliento el correo electrónico: “Me gustaría que conversáramos. Si te parece y sin compromiso. Te dejo mi número para que me agregues a tu WhatsApp. Te extraño, Dayana”. Él guardó el número y respondió enseguida. Ya despierto del todo, no volvió a conciliar el sueño.

Una semana más tarde, Luis arribó a la Plaza Altamira quince minutos antes del momento acordado y se sentó al pie del obelisco. Un malabarista entretenía a los paseantes con bolas de colores, bajo el decorado del Ávila inmenso en la tarde de diciembre. En ese mismo momento –aunque no a la misma hora– Dayana salió del metro en Place Bellecour, Lyon, Francia. Localizó un banco en la gran explanada –la nieve, el olor de las castañas, Notre Dame de la Fourvière en la altura brumosa– y se retocó el maquillaje con presteza. Revisó su móvil. Aguardó.

Diez minutos después, “Luis Estrada llamando”, vibraba en el celular de ella con insistencia. Contestó enseguida, las manos heladas, la voz apenas audible, la súbita ronquera: “Hola, Luis”. No hubo respuesta inmediata. Tras un carraspeo escuchó la voz de la nostalgia y el olvido: “Hola. Cuánto tiempo. ¿Cómo has estado?”. “Bien, bien, ¿y tú dónde estás?”. “¿Dónde crees, Dayana?”. Ella recordó las largas caminatas por la plaza, el Parque del Este, los cines con sus cotufas, las noches de amor en cualquier hotel, los sueños de partir a otro lugar, tal vez.

“¿Y no me has extrañado nada, galán?”. El silencio largo, la voz que se rendía, un postergado y difícil abrazo sin brazos: “Ahora sí”, dijo él.

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