«El objeto supremo de todos nuestros pensamientos es el de resolver de una vez por todas el problema ineluctable de los que tienen hambre.»
Dmitri Ivanovich Pisarev (1840 – 1868, Nihilista ruso)
Por Daniel Arella Rosales.
En los últimos meses casi no estaba comiendo, por el difícil acceso de los precios de los alimentos, apenas masticaba sardinas, aguacates y lentejas, razón por la que había empezado a perder el gusto por comer. Sé que tenía que ver con la estupidez generalizada en el ambiente por el asunto de la comida. Todas las personas sólo hablaban de comida, de los precios, de los productos, de lo que compraron, de las colas que padecían por adquirir la harina, por conseguir el pan, por traer la leche a casa.
No sé qué me sucedió realmente, pero comencé a dejar de comer en las mañanas, ayunaba sin más ni menos, sin otra intención mística que el desprecio que me producía el verdadero origen de toda la miseria: el hambre.
Seguro adelgacé, pero no tanto para dejar de existir, aun así mis labios se volvieron más delgados, casi como un solo labio, entrecerrado, porque esa fue otra cosa, ya no me provocaba hablar, no le encontraba sentido a emitir palabras, sentía que nadie las necesitaba, que todos estaban oscurecidos por sus pensamientos, hipnotizados por lo que masticaban.
Aun así, disfrutaba ver a mi gata Lizzy comer con esa implacable meticulosidad, con esa sagrada forma de acercarse a probar el corazón de vaca que le traía y le cortaba en lonjas.
Al principio me pareció bastante extraño, pero les juro que no tenía hambre, cuando me tronaba el estómago no era yo, sino el cielo cuando empezaba a gestar una tormenta. Al final de la noche, al llegar del trabajo empapado por la lluvia, intentaba probar un maduro, pero disfrutaba verlo pudrirse en la cesta.
Igual ya casi ni comía nada, sólo que no pude dejar de masticar, por costumbre, algunas galletas de soda que mezclaba con natilla, pero eso desapareció también.
De verdad, no comía nada, y no me preocupaba, creo que algo milagroso me había sucedido, no sentía hambre, estaba curado del mal nacional. No sabía de verdad cómo había dominado lo que Buda le costó trabajo y sangre llevar a su concreción, pero lo cierto es que lo logré sin mucho esfuerzo, o tal vez, llegué a ese regalo de Dios, a esa dádiva insondable de no tener hambre en absoluto, por una resignación labrada, a través de una reflexión fisiológica surgida de los escombros de la indignación y la injusticia, a partir de mi soledad sin testigos, del olvido en que mis familiares ya en otros países me habían dejado con su exilio.
De esta agonía inmunda por la ausencia de alimentos en mi organismo comencé a sentirme distinto, exactamente intermitente; sentía que desaparecía y volvía a retomar mi presencia, pero como a nadie le importaba, logré, igualmente, por gracia divina, dominar el hecho de volverme invisible.
Así que empecé a ver a las personas en sus casas sin ser visto, a sentarme en sus muebles y escuchar sus conversaciones, a ver a mujeres preciosas desnudas pero ninguna me cautivó, como no era ambicioso no robaba nada, como no era perverso no pensé en matar a nadie, así que dejé de aparecer ante los otros y ante mí mismo, no me encontré de nuevo, sólo la gata Lizzy maullaba cuando ya el fantasma no le trajo más su corazón de vaca.
Seudónimo: Saki Marquesa
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