Por Jason Maldonado.
Cada quien debe tener su estación del metro, o del subway, o del subte, favorita. O en todo caso, la que más frecuenta por varias razones. A mí me tocó que fuese Capitolio la que seguramente pisé más veces, por cercanía relativa a mis dos primeros hogares, y después, Plaza Venezuela por la cercanía a la universidad. Luego vendría, en orden de frecuencia, Los dos caminos y La California. Para Pedro Plaza Salvati seguramente no habrá una estación del subway de NY favorita distinta a Broadway-Lafayette, tal vez hayan otras de su agrado, pero sin duda alguna, ésta, homónima a su libro, debería ser la primera.
Mis lecturas previas de este escritor venezolano fueron El hombre azul y Lo que me dijo Joan Didion, libros que me dejaron el grato sabor de lo bien escrito, con ese tono de crónica que tanto me gusta porque, en la recreación literaria, borra –o intenta borrar en parte– ese límite entre la realidad y la ficción, hecho que también puede percibirse en Broadway-Lafayette.
Quizás para otros lectores hispanohablantes este libro pudiera pasar como un texto de ficción, y de hecho lo es. Pero para aquellos que somos venezolanos nos toca muy de cerca lo allí narrado, porque de una u otra manera, lo contado se nos parece, nos ha sucedido o le sucedió a un tercero.
Asistimos entonces a la historia de Andrés y Cristina, típica pareja clase media que parte en busca de un mejor futuro (cliché incluido) a la gran manzana, bajo el pretexto de la aceptación de ingreso de aquella a la universidad de Nueva York. Cinco años después deciden volver a Venezuela, pero Cristina prefiere quedarse un mes más para seguir trabajando en su proyecto de novela cuyo tema principal aborda la vida de los indigentes de NY.
Al regresar cinco años después a Venezuela, Andrés consigue un país totalmente distinto, áspero, decadente. Tan solo la actitud de los trabajadores del aeropuerto, la presión que todo viajero siente porque no le quiten nada de sus maletas y –es una ruleta rusa– el taxista de turno que lo lleve a su destino, es más que suficiente para sentir una zozobra constante. Eso lo vivió Andrés después de que lo requisaran y en ese momento un pendrive de su propiedad cayó al piso sin que se diera cuenta, momento que aprovechó Cacique –entrada de este personaje funesto, suerte de anacobero caribeño– para hacerse de él y posteriormente extorsionar a un sobresaltado Andrés; Jesús Cacique, un hombre que le encantaba tomar café de manera gratuita en la funeraria San Antonio de Catia La Mar, esa “pequeña Calcuta del Caribe”, y que cada vez que eyaculaba en sus constantes masturbaciones veía los rostros de los fallecidos que fueron honrados en el mencionado lugar.
Mientras eso sucedía, Cristina sigue su plan de escritura en NY adentrándose en calles peligrosas y en las estaciones del subway, especialmente en Broadway-Lafayette, hasta que logra establecer contacto con Scott Ferguson, un mendigo que no se cree tal, sino más bien un artista, “el rey de la legión de los sufridos”, como se hace llamar, título similar al de su colección artística en donde busca retratar el alma de los neoyorquinos, o “rey zamuro”, quien se encargará de llevar al bajo mundo a “Chrissy”, todo en honor a la verosimilitud que quiere incorporar en su hipotética novela. Vemos aquí una suerte del mito de Orfeo y Eurídice pero invertido, en donde en vez de sacarla del Inframundo, la sumerge más en él.
Pero al transcurrir el mes de espera, ya en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar y con la emoción del reencuentro de por medio, Cristina nunca apareció, hecho que termina por desencadenar acciones y momentos cruciales en la historia, como la partida de Andrés nuevamente hacia NY la madrugada siguiente. De aquí en adelante, Broadway-Lafayette cobra un ritmo tremendo, en donde la desesperación de Andrés pasa al lector por saber qué le sucedió a Chrissy, como empezó a llamarle el rey zamuro Scott.
Broadway-Lafayette es la prueba escrita de que se puede hacer buena narrativa desde el ángulo de la ficción, pero tomando hechos y situaciones vividas en Venezuela los últimos veinte años sin caer en dislates en cuanto al lenguaje o modismos impropios de sus personajes, o imprecisiones históricas que resten valor a lo narrado. En el texto, tal vez sin ser la principal intención de su autor (¿o sí?), están reflejados a modo de denuncia, hechos y momentos que jamás deberían ser olvidados para no caer de nuevo en ello: allí están las cajas CLAP; está el asesinato de Ricardo, el hermano de Andrés; están algunos “Aló presidente “tióricos”; el carnet de la patria con el cual se controla a buena parte de la población; el piso-mural de Cruz-Diez; la juramentación de extranjeros en masa con fines electorales; la estatua de Cristóbal Colón de Plaza Venezuela derribada por simpatizantes del régimen…
En fin, como dice Andrés, “qué empeño el de los regímenes autoritarios en cambiar la historia y el idioma para imponer una fábula que pertreche al poder a un puñado de hombres ambiciosos y normalmente poco preparados”. Fue tanto el impacto y el malestar por lo que estaba pasando, que hasta soñó con el innombrable, y éste, en la pesadilla tan particular, se comía a cada venezolano como si fuera una cotufa: uno a uno se los iba tragando. Broadway-Lafayette, también es una historia de amor en medio del caos. Buen libro, buena lectura.
Fun Facts:
- La nariz obstruida de Cristina que le protegió de la pestilencia de Scott.
- La pasión musical de Andrés y el autor por Rammstein.
- Vivir en Caracas como un deporte extremo; Venezuela, una constante carrera de Fórmula 1.
- No sabemos si el autor, así como Andrés, “está entrenado en sus años neoyorquinos a no mirar a los ojos de los vagabundos ni a los artistas que piden dinero en las calles de la ciudad o en el metro”.
Licenciado en Letras y escritor.
Columnista en The Wynwood Times:
El ojo del vientre