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“Crisis como esta ponen de manifiesto que lo que está en juego no es solo nuestro bienestar sino, más aún, nuestra supervivencia“

Por Miguel Ángel Latouche.

En aquel entonces tendría unos nueve o diez años, se acostaba en las tardes en una hamaca a pasar la fiebre recurrente que le hacía temblar la quijada y se le metía profundo entre los huesos, mientras mi abuela anciana de dolores y desventuras le colocaba compresas de aguardiente en la frente y le hacía beber quinina. Ella sonreía con labios temblorosos mientras trataba de esconder las lágrimas que silenciosas iban resbalando por sus mejillas hasta el suelo y que le atribuía a alguna basurita traviesa que le había caído en los ojos. Se le veía amarillo, flaco y ojeroso, casi un cadáver esperando el golpe helado de la muerte. Afuera el pueblo se había convertido en una procesión permanente, los cadáveres eran llevados uno tras otro sin parar hasta el cementerio. Las urnas eran insuficientes. La Municipalidad compró un cajón metálico que bautizaron “la vaya y venga” y que era utilizada exclusivamente para transportar los cuerpos que eran enterrados en mortajas de difunto. Las casas cerraban sus puertas para retener el dolor entre las paredes, mientras las mujeres, vestidas de negro, rezaban Rosarios por los muertos

En aquel pueblo bajito se confundían las casas de adobe y tejas con las de bahareque y techo de palma. La casa de mi abuelo era grande. Una casa blanca de zaguán, grandes ventanas y pasillos largos donde mi abuela crio a los hijos que lograron sobrevivir a las privaciones de un pobre país semirrural que había abandonado el siglo XIX para toparse con la paz impuesta a sangre y fuego por el gomecismo. Las calles eran pocas, angostas y acanaladas de silencios. La gente caminaba cabizbaja, mientras su mundo se despedazaba bajo el ataque feroz de la fiebre palúdica. Se trató de la epidemia mas importante que los venezolanos enfrentamos en el siglo XX, la cual acabó con más del 30% de la población y dejó al país sembrado de Casas Muertas y desolación. Las campanas de la vieja iglesia colonial redoblaban incesantemente el nombre de los fallecidos; mi padre, en los delirios de la fiebre, se preguntaba cuándo entonarían el suyo.  

Papá me contaba esta historia sentado bajo la sombra de los cemerucos que habitaban el patio de mi casa familiar. Aquel niño palúdico se recuperó milagrosamente. La fiebre fue cediendo bajo el cuidado de su madre y al amparo de un brebaje de hierbas que mi abuelo preparaba y le daba a beber a diario. Mi viejo murió muchos años después, pasados los 90, por culpa de una granada. Los esfuerzos incipientes de la Oficina de Sanidad Nacional en aquellos lejanos años de la primera mitad del siglo pasado empezaron a dar resultado. El saneamiento del país y la lucha sistemática en contra del anófeles mediante el uso del DDT y la erradicación de los criaderos, empezaron a impactar sobre el bienestar y, más aun, en la supervivencia de la gente. Las campanas fueron espaciando sus tañidos, mientras los sobrevivientes se levantaban de sus lechos y la vida del pueblo iba normalizándose poco a poco. Uno solo puede imaginar la sensación de desolación que la muerte endémica dejó en nuestros padres y abuelos. Nuestra memoria colectiva es corta y tenemos la tendencia de olvidar las cosas que nos parecen horribles. Esa experiencia vital que vivieran nuestros mayores ha sido omitida en las crónicas de nuestra historia chica. Ni siquiera nos tomamos la tarea de leer ese texto genial en el cual Miguel Otero Silva describe la destrucción de Ortiz que fue la destrucción de muchos de los pueblos y ciudades de nuestro país en aquellos tiempos. Olvidamos que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla.

Todo esto viene a cuento en el contexto de nuestra actual crisis colectiva. Situaciones en las cuales la sociedad se encuentra sitiada por las circunstancias sin que sus capacidades para defenderse sean las adecuadas, pero con la diferencia de que mientras en los tiempos de mi padre la tragedia tenía un carácter local, en los nuestros adquiere un carácter global en el cual las fronteras del Estado Nacional se hacen porosas y vulnerables. Llama la atención la rapidez con la cual el Coronavirus se ha extendido a todo lo largo del globo. Es evidente que ningún país estaba preparado para enfrentar la situación, lo que ha causado pánico entre la población y ha puesto de manifiesto la incapacidad de los diferentes gobiernos para atender una crisis que parece tan distinta a todas las que la humanidad ha tenido que enfrentar en los últimos cien años desde la gripe española de 1918 y que de alguna manera es una representación de las crisis que tendremos que afrontar en el futuro, quizás con mayor virulencia que la actual.

Las ciudades se han quedado vacías. Se han convertido en un conjunto de calles, parques y edificios ausentes de transeúntes. Ante la incertidumbre de una pandemia global hemos optado, como era de esperarse, por el miedo. La gente se queda en sus casas tratando de minimizar el contagio: hay compras nerviosas, ya no se consigue papel higiénico, ni gel antibacterial; hemos dejado de darnos las manos y ya no nos saludamos con un beso. El impacto potencial de esta crisis es aún desconocido, lo único claro es que hemos limitado el alcance de nuestra vida pública. Al igual que en los tiempos medievales nos encerramos en nuestro ámbito privado tratando de salvaguardarnos. Cierran los parques, los cines, los colegios; se nos pide no viajar en tren o en autobús, evitar las aglomeraciones y los conciertos. Se limitan nuestros sitios de encuentro; se imponen cuarentenas, alertas, multas y cierres de fronteras. En tiempos de incertidumbre lo primero que se restringe es nuestra libertad y, sin embargo, no existe ningún lugar en el podamos sentirnos a salvo. Definitivamente, vivimos tiempos oscuros en los cuales nuestra seguridad depende menos del sitio donde nos resguardamos, que de las redes de solidaridad que podamos construir. Nuestro mundo se hace cada vez más interdependiente y complejo, lo que hace que compartamos responsabilidades de salvaguarda.

Así, mientras proliferan los temores apocalípticos, se desempolvan profecías y se cita la biblia para explicar la epidemia que hoy enfrentamos, lo cierto es que nos corresponde, en tanto que ciudadanos, preocuparnos por salvaguardar el funcionamiento de los espacios públicos y mantener la conversación pública como logros fundamentales de modernidad. Pero más aun nos corresponde entender que la suerte de uno es la suerte de todo, que formamos parte de un gran conglomerado en el cual es imposible no encontrarnos. Hoy más que nunca “el mundo es un pañuelo”, nuestras acciones tienen el potencial de afectar la vida de otros. Mas allá del cuidado de nuestra alma inmortal, que es sin duda muy importante, debemos cuidar nuestros espacios de realización en tanto que sujetos que inevitablemente convivimos con otros y nos construimos en función de las experiencias vitales que vivimos junto a los demás.

Le corresponde a la sociedad salvarse a sí misma sin esperar a la llegada del Mesías y hacerlo a sabiendas que tanto los muros como las oraciones son insuficientes para salvaguardarnos, más bien nos corresponde apelar a la actividad que nos permite construir, junto a los otros, espacios de convivencia justos y equitativos. Hacer política implica, a fin de cuentas, la construcción de espacios de convivencia en igualdad de condiciones y donde podamos sentirnos protegidos. Creo que el COVID-19 nos obliga a pensarnos en tanto que miembros de la comunidad humana y más allá de nuestros intereses particulares inmediatos. Crisis como esta ponen de manifiesto que lo que está en juego no es solo nuestro bienestar sino, más aún, nuestra supervivencia. Lo que nos define en tanto que seres humanos es, precisamente, el hecho de que formamos parte de una comunidad de personas con quienes conversamos y realizamos intercambio, es en el contexto de esa comunidad donde se juega nuestro destino colectivo. El miedo que sentimos ante la pandemia que enfrentamos es el mismo que sintieron nuestros abuelos ante las diversas afecciones que vivieron, bien sea que hablemos de la peste negra en el siglo XIV, de la viruela en el XIX, la Fiebre Española o del paludismo. Superar ese miedo, que es equivalente a levantar el “estado de sitio”, pasa por reconocer nuestra pertenencia activa a la comunidad global que conformamos más allá de las diferencias culturales, históricas o lingüísticas que pudieran existir.

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Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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