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“ Mi casa estaba llena de historias. Cuenta mi madre que cuando era chica una señora iba a contarle cuentos a los muchachos en aquellos tiempos en los que no había televisión y los pueblos se encontraban, aun, poblados de fantasmas“

Por Miguel Ángel Latouche.

Creo pertenecer a la última generación de venezolanos que escuchó con interés los cuentos que desde la tradición oral nos trasmitieron nuestros mayores. Se trata de un conjunto de historias que recogen la vida cotidiana y el quehacer de nuestros abuelos, de aquella Venezuela semirrural que apenas a principios del siglo XX logró constituirse como un Estado Nacional reconocible y no, simplemente, como un territorio, lleno de caudillos locales y montoneras dispuestas a tomar el poder. La construcción de nuestra moralidad pública se realiza a ´sangre y fuego´ durante el gomecismo. Un horror de nuestra historia patria que acabó con las luchas intestinas que nos caracterizaron a lo largo del siglo XIX, que construyó una burocracia y un ejército profesionales y que unificó el país a fuerza de carreteras que fueron construidas con el sudor y la carne de los presos.

Uno podría decir que el país se construyó a fuerza de grillete y charretera. Basta leer las Memorias de un Venezolano de la Decadencia para comprender el dolor que sufrió el país en ese tiempo oscuro, la humillación a la que fueron sometidos los opositores, el miedo con el cual vivía la sociedad. Gómez, como es característico de los totalitarismos, estaba presente en la vida pública del país, pero también en la vida privada de la gente común. El brujo, como le decían, era, de alguna manera omnipresente. La gente sentía que se encontraba en todos los rincones, que sabía todo lo que pasaba, que tenía un brazo largo para castigar a los disidentes. Algo muy parecido a los sistemas de vigilancia que se despliegan sobre aquella sociedad de distopía que es magistralmente dibujada por Orwell en su libro 1984. En esta los espías se desplegaban por doquier para dar cuenta del quehacer y pensamiento de la gente: Patriotas Cooperantes que se encontraban al servicio del tirano. Hombres sin rostro que conspiraban en contra de la sociedad, que ayudaban a mantenerla a raya, que contribuían con el secuestro de lo público.

Siempre me asombraron Los Tres Comisarios que dibujó Héctor Poleo en 1942 y que, si no estoy equivocado, llegué a ver en la Galería de Arte Nacional durante mis años como estudiante de la UCV. Me asombra, digo, la presencia de aquellos andinos con el rostro cubierto y tapados con ruanas que se sobreponen a la ciudad vigilándola. Me asombra porque me produce la sensación, o tal vez la certeza, de que, aun hoy, la metáfora que representan nos sigue acompañando. Mi padre nació en 1926, pasó su niñez soportando el sopor y el miedo que el “bagre” había esparcido sobre las tristes Casa Muertas de su tiempo.

Mi casa estaba llena de historias. Cuenta mi madre que cuando era chica una señora iba a contarle cuentos a los muchachos en aquellos tiempos en los que no había televisión y los pueblos se encontraban, aun, poblados de fantasmas que lentamente fueron exiliados por la llegada de la luz eléctrica. Se trataba de ficciones elaboradas a partir de las vivencias de la gente común, a fin de cuentas, lo Real Maravilloso siempre ha estado presente entre nosotros: Una señora que cocinó, durante años y sin saberlo, arepas en un budare colocado sobre un fogón bajo el cual se hallaba un entierro de morocotas; un niño que veía entidades espirituales que le acompañaban para ayudarlo o para fastidiarlo según de quien se tratase a quienes llamaba Atíceles y Gulas, recordando a los Cronopios y las Famas de Cortázar pero mucho antes de que Cortázar los hubiera descrito. Historias que nos definen como sociedad, que reflejan nuestros sueños, nuestras aspiraciones, nuestros temores.

Alguna vez alguien le preguntó a la madre de Gabriel García Márquez cómo hacía su hijo para escribir y la anciana señora respondió, de una manera para mí reveladora que ella no sabía cómo iba a hacer Gabriel para escribir ahora que la gente que le contaba esas historias se había muerto. El escritor recogió en su obra las historias que nos pertenecen y que forman parte de nuestra identidad latinoamericana. Yo mismo no puedo evitar recordar la visita a alguna feria pueblerina en la cual las familias recorrían los espectáculos, mientras los niños correteaban y comían “raspados”. Se jugaba ruleta en la calle y los más jóvenes aprovechaban el descuido de los mayores para algún acercamiento fugaz. No estaba Melquiades y nadie se asombraba ya por el hielo, pero sin duda se trataba de Macondo. Ese Macondo que América Latina, toda, ha vivido a lo largo de su vida independiente, esa promesa inconclusa que somos, esa Raza Cósmica perdida en las estrellas que llevó a Rubén Blades a gritar: “te estoy buscando América”

Aristóteles decía que había que escuchar a los viejos. Pienso que el Estagirita tenía razón. Los viejos sirven de bisagra entre el pasado y el futuro, su experiencia no es despreciable. Mi padre que murió prematuramente a los 92 años estaba lleno de reflexiones. Los años cuando se viven bien y se aprovechan dejan sabiduría. La vida está llena de aprendizajes para quien sabe aprovecharla. Habría que recordar el Tratado de la Vida Breve en el cual Séneca nos recomienda aprovechar bien el tiempo, hacer que cada día valga, o quizás referir con Otrova Gomas que el tiempo es el único recurso natural verdaderamente no renovable. Mi padre tuvo en su haber haber vivido a lo largo de tres gobiernos autoritarios que se impusieron al país en los últimos cien años.

El segundo, por cierto, tocó muy de cerca a mi familia, uno de mis tíos abuelos fue capturado por la Seguridad Nacional y fue condenado a pasar siete años en Guasina, lugar donde fue sometido a diversas formas de tortura y donde terminaron cortándole sus talones en un rin. Mi abuelo, a quienes llamábamos el Chino González, fue torturado por los militares hasta que le desencajaron la quijada a golpes y le serrucharon los dientes. Contaba que en algún momento sintió la muerte de cerca, nunca se había imaginado que fuese posible soportar tanto dolor, finalmente pudo irse exiliado a Colombia. Quizás eso explica mi desconfianza por los militares en el poder. Quizás el logro más importante del Punto Fijismo haya sido meter a los militares en los cuarteles, acabar con el fuero militar.

El tercero, el de Chávez y los suyos, tiene para mí un carácter mucho más personal y cercano. Luego de años de vida pública en defensa de la Libertad de Expresión y de los espacios universitarios me vi obligado, como tantos otros venezolanos, a dejarlo todo atrás para salvaguardarme en la distancia desde la cual escribo y reflexiono sobre el país posible. Desde acá intento recordar las historias que me contaban e intento escribirlas. Escribir se ha convertido en una especie de Hilo de Ariadna que me permite lidiar con mis múltiples laberintos. Más que un ejercicio literario, se trata de un ejercicio de supervivencia.

La vida está llena de aprendizajes. Estar lejos ayuda a evaluarnos, a pensar en la ruta que hemos seguido, el viaje es bueno, aunque esté lleno de lestrigones y de cíclopes. El viaje a Ítaca es, a fin de cuentas, un viaje interior, un viaje hacia dentro de uno mismo. Por eso al igual que Kavafis uno espera que se trate de un viaje largo y lleno de experiencias, que lleguemos a muchos puertos y que nos hagamos con hermosas mercancías. Creo que uno podría decir que a pesar del desarraigo y la soledad que nos deja el exilio, este nos proporciona las historias que vamos recorriendo a lo largo del viaje que hemos emprendido, los aprendizajes que vamos adquiriendo, la sabiduría que, en algún momento, ha empezado a acompañarnos y eso es más que suficiente.

Miguel Angel Latouche
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Doctor en Ciencias Políticas y escritor.

Columnista en The Wynwood Times:
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