Por Mario Morenza
«¿Cuántos disparos promedias de por vida?», preguntó un soldado a otro en el Metro, estación Coche, 7:56 am. «Llevo cuatro», respondió con frivolidad estadística, como si hablaran de jonrones y no de balas.
Ambos soldados hicieron silencio y se dedicaron a contemplar a una liceísta de beige que meneaba la cintura como si estuviera entrenándose para un casting de una cuña de bluyines. Ella caminaba de un punto a otro con esa ansiedad de las caraqueñas cuando esperan a un novio impuntual. Era fácil intuir que la estudiante se había jubilado de clases o que su profesor de Biología no asistió por culpa de la chikungunya. Entre el ir y venir de la chica, uno de los soldados rompió el silencio y le dijo alguna chabacanería que para ellos era el más astuto de los piropos. La chica sonrió. Le dio poca importancia al asunto y, más bien, creo, las palabras del soldado le dinamitaron un arsenal de hormonas que la animaron en su espera. Los soldados volvieron las miradas a sus celulares. Los manipularon con evidente aburrimiento. Ellos no esperaban a nadie. Ellos solo obedecían órdenes de permanecer allí, cerca de sus otros compañeros que despachaban bolsas y bolsas de comida desde un camión.
Se llevaba a cabo un operativo de abastecimiento promovido por el gobierno: venta de pollos. Dos por persona. La cola alcanzaba las dos cuadras. Descubrí rostros madrugados y malhumorados. Cuando estos cruzaban miradas, veían en aquellos otros ojos y en aquellas otras bocas, los gestos de la rivalidad. En una cola no hay amigos, sino aliados; no hay solidaridad, sino resistencia: es una competencia similar al ajedrez, donde la paciencia, la espera y la «viveza criolla» intervienen al máximo.
Transité cerca de la entrada de la estación del Metro de Coche porque buscaba bodegas o cualquier buhonero que me vendiera curitas. Sin querer, me había lastimado el entrededo de mi índice y pulgar derechos con un lápiz Mongol. No encontré nada. La escasez ataca desde lo trivial a lo necesario. Una de las particularidades del llamado socialismo del siglo xxi era que su estética de la cotidianidad parecía planeada por un burócrata psicótico adicto a la lentitud y, por ende, a las colas. Debería llamársele: sociabismo del siglo xxi.
Hay un carrito de jugos frappé cercano a la estación: en este caso más hielo que cualquier rastro de frutas. El dueño del carrito hace su agosto porque alivia la sed de los que esperan sus bolsas de pollo. Justo al lado, una mujer obesa y sudorosa, promocionaba llamadas telefónicas a todos los destinos del planeta, vendía cigarros detallados y donas con las mezclas azucaradas precisas para enviar a sus clientes a un único destino: una gastritis poderosa. En el pasado, hicimos del perrocaliente la antítesis de su composición minimalista: le añadimos a la receta original al menos treinta salsas y cinco sólidos además de la salchicha: papitas fritas, cebolla, cebollín, repollo… En tiempos cruciales y de penuria, hemos adicionado elementos a otro producto norteamericano como la dona para hacerla parecer un dulce mutante. Nuestra capacidad de evasión a veces lleva a combinaciones extravagantes.
Visité tres bodegas. Cuatro Farmacias. Veintitrés puestos de buhoneros en el centro comercial de Coche, ese compendio de locales y buhoneros que desvirtuó la función original de dicho espacio. A falta de un nombre más adecuado, aún le seguimos llamando así: centro comercial. No encontré curita alguna. Las escasez en Venezuela más que hacernos perder el tiempo, nos hace perder espacio: el mundo se reduce a una dimensión: el largo de la cola.
Finalmente improvisé una curita con algodón y tirro. Claudiqué, pues me sentía como un detective que atraviesa la escasez y finalmente es devorado por ella sin opciones: como cualquier otro venezolano, me había conformado con una alternativa: si no se encuentran servilletas, papel toilet; si no se encuentra papel toilet, toallines absorbentes, si no se encuentra detergente para lavar ropa, lavaplatos… Y la lista amenaza con abarcar varias cuartillas, así que mejor la dejamos hasta aquí.
Esa noche, con mi mano lisiada y trabajando a medias, transcribiré mis frases favoritas de Exploradores del abismo. Al igual que los anteriores libros de Enrique Vila-Matas, este libro de cuentos me ha inspirado de manera superlativa. Pienso que al leer a Vila-Matas uno reescribe y replantea sus actividades literarias. Si es en la mañana, replanteo mis, a veces, rebuscados análisis literarios sobre narrativa venezolana; si es en la noche, ocurre un fenómeno parecido: replanteo mis cuentos y novelas, por lo general rebuscadas, o cualquier cosa en la que esté trabajando en ese momento.
Leo y releo la obra de Enrique Vila-Matas y me sumerjo en una espiral wannabe, término que define a alguien que imita a otra persona, por ejemplo: en la manera de hablar, vestirse, en la manera de ser. Uno se vuelve una cita cuyo método de referencia es el look: el peinado, la barba, el atuendo en general.
Quiero ser Enrique Vila-Matas con ímpetu comparable al de este mismo autor cuando se propuso, en su juventud, parecerse a André Malraux, solo que se quería parecer sin ni siquiera haberlo leído. Yo llevo, en este sentido, algo de ventaja. O quizá no. Pensándolo bien, mi posición es más bien desfavorable cuando se trata de estos objetivos wannabes. He leído a casi todo Enrique Vila-Matas y una novela de Malraux: L’Espoir (la leí en español, pero el espíritu imitativo y snob me lleva a escribir este título en francés. Vila-Matas, quién sabe, lo hubiera hecho así, o ¿no?).
Estoy tan convencido de mi espíritu wannabe que si alguna vez se crea un concurso de dobles de Enrique Vila-Matas, me inscribiré sin pensarlo. Aunque es probable que mi suerte sea similar a la del mismo Enrique Vila-Matas de ficción que asiste al concurso de dobles de Ernest Hemingway en Key West, Florida, en su novela autoficcional París no se acaba nunca. Se inscribe, participa, pero es descalificado en la primera ronda. Como están las cosas en el país, dudo mucho que pueda viajar a ninguna parte, al menos que lo haga en balsa y con escalas en las Antillas.
Al comenzar una novela, una composición musical, un poema, una crónica o ensayo, en ocasiones queremos llevar a cabo una acción solapada, cubierta por capas más densas que lo dicho entrelíneas, lo callado, pero sugerido entre verbos. Virginia Woolf al escribir su ensayo “Mr. Bennet and Mrs. Brown”, buscaba un eslabón que le permitiera situarse en el mundo. Cuando uno viaja en tren, solo existe un norte, un sur; un pasado, un regreso, una ruta y una llegada. A través de las ventanas de un edificio, de noche iluminadas, solo persiste un este o un oeste, un atrás y un adelante, los vecinos de al frente y los vecinos del edificio de atrás, los de arriba y los de abajo: la arquitectura de la ciudad se dispone con criterio cardinal y narrativo. Un tren es algo en el que vamos y divide al mundo en dos pedazos, nos aparta de nuestro inicio, nos acerca o aleja de destinos inciertos. Un edificio nos refugia y nos hace dilucidar lo que se pueda ocultar detrás de las otras ventanas. «Escribir es como hablar con uno mismo sin ser interrumpido», cuando Jules Renard escribió esta frase en su diario, seguro pensaba en sí mismo. Pero también en los diaristas predecesores y antecesores en la línea del tiempo. Si bien, el género diario nunca fue, si no hasta hace poco, un género instaurado, es, quizá, uno de los más antiguos. A mi modo de ver, me puede servir como sistema de almacenamiento para ideas futuras, para personajes y argumentos de futuras ficciones mientras converso a solas conmigo mismo sin ser interrumpido por nada ni nadie.
Virginia Woolf en «El señor Bennett y la señora Brown» habla de la construcción de personajes. También reitera una y otra vez en que pensemos en lo poco que sabemos de las personas y de lo poco que el mundo sabe de nosotros: casualmente, o sin el casual, uno de los temas en los que deseo reflexionar a lo largo de estas doscientas páginas. La autora alega esto conversando consigo misma, como si estuviera redactando una entrada de su voluminoso diario personal, hablándose a sí misma desde sí misma, reflexionando sobre las colonias individuales que pueden coexistir en una persona, una persona que se desconoce plenamente y cuanto más se explora, más se apega a la idea de que el territorio desconocido es cada vez mayor. Esta autora construye este ensayo haciendo (y deshaciendo) ficción de sí misma. El cómo armar un personaje, el cómo transmitirles códigos genéticos, darles forma, darles vida, darles literatura. Afirma con un inenarrable énfasis en que una buena novela llega a ser imperecedera por causa y consecuencia de las figuras que andan por los lugares descritos y las narraciones contadas: la sangre de una novela son sus personajes. Una sensación equiparable percibimos a nuestro alrededor cuando sabemos que «la vida es una trama de relatos», tal como lo dice Ricardo Piglia en Crítica y ficción. Woolf desgrana pedazos de sí misma, se rasura el alma y el resultado lo detectamos en sus criaturas ficcionales. Sus personajes son complejos arlequines de la sustancia desgranada, una sustancia que puede ser la forma más ardua del exorcismo, como lo apuntarían Carver y Cortázar, quienes escribían para aniquilar demonios. Javier Marías comenta algo similar a esto en Corazón tan blanco: aunque no refiere exorcismos, ni zombies, ni demonios; para este escritor, la mejor forma de matar es con el pensamiento, con el pensamiento escrito y hecho literatura, así se evitarían muchos crímenes. Entonces, ¿cuál sería el tema central de estas páginas que se iniciaron con la narración de la infructuosa búsqueda de curitas para mi mano y transcribir, sin lastimarme, mis frases favoritas de Exploradores del abismo, y de pronto se me han convertido en una disertación sobre la escritura diarística y cómo reunir a miles de personajes salidos de uno mismo, o de autobuses o trenes o de ventanas, para llegar a conocernos y descifrarnos, como si nuestra mente fuera un código inestable e impreciso, casual y aleatorio, impenetrable y voluble?
A Enrique Vila-Matas le preguntaron cuando adolescente qué quería ser cuando grande, y a eso él respondió con inusitada naturalidad: «Quiero estudiar para ser como André Malraux». Es muy posible que Vila-Matas haya tenido muchas cosas en común con Malraux, además de ser escritores, pero nunca, y de eso estoy convencido, se habría montado en un avión de Guerra y habría pilotado aviones… En la Guerra. Pero tal vez sí se montó en trenes, trenes imaginarios o autoficcionales, para ver y observar a las personas tal como Roberto Arlt detalló ventanas iluminadas. También estoy plenamente convencido que siente lo mismo al descifrar una ventana iluminada cuando va a escribir la primera frase de una novela. Se siente con toda la libertad del mundo, una libertad comparable a la de pilotar un avión, para buscar y sobrevolar, para explorar y escribir con la brújula que ofrece la libertad de decirlo todo, toda la libertad del mundo para saber cuál posición ubicamos en él, haciendo piruetas en el aire o viajando en trenes o asomándonos por la ventana para escudriñar la vida del vecindario donde vivimos. Y no solo Vila-Matas dice esto. También lo intuyó Virginia Woolf, también lo siente Javier Marías: ese vértigo horizontal que provoca una página en blanco, el verbo ausente, aquella primera frase que dará rienda suelta a una nueva obra. Para el escritor homenajeado en este capítulo, «al comenzar una novela o crónica, queremos llevar a cabo un acto que nos permita situarnos en este mundo. Pero en cuanto realizamos ese acto, nuestro mundo queda ya acotado por nuestra primera frase».
En el capítulo final de Los detectives salvajes se le invita al lector a indagar en lo que se esconde detrás de la ventana; por su parte y menos metafísico, Vila-Matas descifra ventanas iluminadas y ajenas y sobre su mesa de escribir traduce el mundo que observa allá afuera: Octavio Armand atrapa este dilema en Origami cuando escribe: «La mesa es una ventana que da al cielo, un telescopio estirando su racimo de huellas digitales». Los personajes de Exploradores del abismo se asoman a espacios que los hacen pensar como cierra ese mismo poema de Armand: «El infinito y yo nos parecemos solo en algunos detalles» para comprobar que, como se deja leer en el relato «Niño», la esencia de la condición humana es nuestra espantosa soledad en el universo.
Ya es la segunda vez que leo Exploradores del abismo. Esta segunda vez me ha redimensionado la lectura. He revisitado un infinito que en la primera ocasión que tuve para leerlo no me afectó tanto. La primera vez que leí este libro, hace ya unos seis años, mi lectura tal vez pecó de epidérmica. Una evidencia de eso es que apenas recordaba algunos relatos: «Amé a Bo», «Niño» y la historia que Vila-Matas recicla de su primera entrega de cuentos Nunca voy al cine. Antes de haber comenzado esta segunda lectura, me he percatado que los subrayados no eran tan copiosos como los últimos libros que he leído. Para aquel entonces, para 2008, no transcribía nada y confiaba plenamente en mi memoria fotográfica y en mi capacidad para recordar frases. Estas, desde luego, se han acumulado y la virtud para acumular frases de mi cerebro se ha vuelto discriminatoria, solo llego a recordar aquellas que me han marcado. Como si estas frases, pienso, trazaran una herida en mi mente del mismo modo en que yo, al morir el día, rayo equis y equis en aquellas actividades que he culminado.
Boris Vian afirmaba que todo lo escrito en sus novelas era verdad, porque todo está inventado. También se dice en un momento de París no se acaba nunca que «un relato autobiográfico es una ficción entre muchas posibles». Podemos entrever que toda autobiografía es ficcional y toda ficción es autobiográfica, como toda ventana iluminada es un infinito y todo tren nos lleva a un punto de partida o nos separa de un comienzo. Las siguientes frases de Exploradores del abismo fueron ventanas iluminadas en el universo de la página: párrafos, rectangulares y exactos, que una vez leídos, una vez abiertos, me iluminaron con su esencia legítima, y me dieron la oportunidad de entender la literatura como un territorio de verdad y comprobar que la invención sigue siendo un universo vivo e infinito.
Mi top ten de frases favoritas de Exploradores del abismo:
- «Voy pensando que un libro nace de una insatisfacción, nace de un vacío, cuyos perímetros van revelándose en el transcurso y final del trabajo. Seguramente escribirlo es llenar ese vacío» p. 9
- «En lo esencial, soy alguien que espera y que, aunque aparentemente está en su casa, se hacina en realidad en una masa amorfa sin límites, que se pierde en la oscuridad», p. 40
- «La esencia de la condición humana, nuestra espantosa soledad en el universo», p. 55
- «¡El silencio del universo! A veces creía estar contemplándolo. Pero creer que uno podía observar a ese silencio era ligeramente ridículo y absurdo», p. 87
- «Por estar más allá de los agujeros negros que he atravesado y que perfectamente sé que no están vacíos, no sufro ni siquiera el tan temido y horrible sentido de un vacío concreto. Y es que el vacío no es tal porque tiene en el humor un inquilino perpetuo. El humor ocupa el lugar de la esperanza en todo. El humor es el inquilino eterno del vacío (…) Así que no es cierto que la esperanza sea como alguien dijo, la resistencia del ser ante las previsiones de su mente. No. Es el humor la verdadera resistencia de fondo», p. 171-172
- «Recuerdo que en los momentos en que lograba sentirme optimista acababa sospechando que el optimismo era también una enfermedad» p. 254
- «La muerte me llevó a meditar sobre la vida. Pero ¿qué vida? Me dije que ya empezaba a ser hora, en una época tan confusa como la nuestra, de preguntarse qué era lo que realmente entendíamos por vida, es decir, de preguntarnos de qué hablábamos cuando hablábamos de ella y si no estábamos en el fondo hablando siempre de la muerte. Se parece a esos descubrimientos bioquímicos que empezamos a entrever y que yo creo que le tienden al hombre una emboscada. Por eso, he hablado de puertas que sería mejor no abrir», p. 270
- «No quiero indagar más en el abismo, es decir, en el más allá de la literatura. No hay vida ahí, sino un riesgo de muerte» p. 274
- «Como reteniendo cierta sonrisa, Sophie comentó que tenía que pensar en todo aquello. Y yo, por mi parte, decidí concluir, rematar lo que había expuesto y le dije simplemente que para mí la literatura siempre sería más interesante que la famosa vida. Primero porque era una actividad mucho más elegante, y segundo porque me había parecido siempre una experiencia más intensa» p. 275
- «Tal vez ser un autor sea hacerse el muerto», p. 280
Un arco. Pequeño. Un lápiz. Preferiblemente nuevo. Su punta afilada. Un alambre compone el cuerpo del arco y una liga elástica que he conseguido en una gaveta en la que acumulaba diversos objetos. Tuve que intervenir varios lápices. A todos les hice un surco que atraviesa la goma de borrar por la mitad, para así allanar el ajuste del lápiz a la liga elástica. Apuntar y disparar. Practiqué puntería y me fue más o menos bien. Apuntar y disparar.
Últimamente, en las noches observo más ventanas iluminadas de apartamentos vecinos de lo que comúnmente se solían ver. Las ventanas de los vecinos arden con un fulgor triste y solitario. Y ellos, allí, asomados, vigilan con disciplina. No manipulan sus celulares como un vicio sosegado, ni profieren estúpidos piropos a cualquiera que meneé el culo por las aceras. Yo me les uniré esta noche. Me uniré a esa fiesta de sereno y apacible tedio. De espera. El alcance de los disparos de mi arco es de cuarenta metros. El promedio de blancos acertados es de 61 por ciento. Nada mal.
Apuntar y disparar.
Debo mejorar si pretendo ayudar a exterminar la plaga de malandros en Caracas. Justo en este momento recuerdo el ensayo «Ventanas iluminadas» de Vila-Matas, cuando él, a su vez, recuerda a su admirado Roberto Arlt y lo cita: «¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si, en ese momento en que la ventana se ilumina, un hombre hubiera estado ahí espiando?». Más allá de las ventanas iluminadas de esta noche, de la luna opacada por las nubes, estaba Coche, capital del fin del mundo y de las colas.
A esta hora tan noble, silenciosa y ausente de las cuatro de la madrugada, las estrellas borrosas nos recuerdan que la soledad abismal que se vive allá afuera, a mil millones de kilómetros, se parece mucho a nuestra soledad humana, donde somos testigos de la nada y de los robos desde nuestras ventanas iluminadas, desde el epicentro de estas pequeñísimas estrellas cúbicas y vacías y silenciosas, desde las que esperamos que algo pase en lugar de estar durmiendo. Desde donde inventamos una nueva verdad para vencer la realidad. Desde donde nos involucramos en una actividad colectiva para disminuir el crimen y saber los unos algo de los otros, desentendernos de esa paradójica soledad de ser contemporáneos de todos los hombres.
¿Es posible actuar en colectividad en tiempos de soledades? Me explico: ¿es posible trabajar en grupo sin entrar a un club de lectura, a una secta o a un grupo de contingencia vecinal?
«¿A cuántos malandros pillaron la semana pasada?», le susurro al vecino de arriba. «A unos seis o siete», me responde. «Esta semana será aburrida», añade, «ya nos tienen miedo», concluye y bosteza.
Yo, tímidamente, le muestro mi pequeño arco lanza-lápices. Hace un gesto de aprobación. Con aires de Rambo, me presenta su AK-racas-47: «Karacas, porque nací en esta ciudad. 47, porque fue el año en el que nací».
Pensé en aquella frase que el soldado le había hecho a su compañero de armas: «¿Cuántos disparos promedias de por vida?». Le pregunté a mi vecino de arriba: «¿Cuántos disparos promedias de por vida?», y me miró extrañado, como si de pronto hallara en mí a un aliado más que al vecino de abajo que a veces lo fastidia por el alto volumen de la música. «Mi promedio es aceptable», se limitó a decir sin mencionar cifras.
Repentinamente, uno de los vecinos apuntó la potente luz de su linterna a una sombra que se movía por debajo de los automóviles del estacionamiento del Bloque 5. Mi vecino de arriba carga su metralleta. Chas-track-track. Es hora de matar con el pensamiento. Yo le saco punta a un lápiz, a dos, a tres y apago la luz.
Apunto y disparo.
Narrador y cronista venezolano
Columnista en The Wynwood Times:
McGuffins’s Café