Por Mario Morenza.
Luis Alberto Pérez, mejor conocido por la comunidad de Coche como El Oso, tenía 29 años cuando, con sus zapatos marca Dexter, empezó a jugar bowling para la primera categoría de la Asociación de Boliche del Distrito Federal, justo después del torneo en Ciudad Guayana. Corría 1982 y la farándula aún no había asimilado el shock producido por el desnudo de Mimí Lazo en El pez que fuma.
Durante sus ya casi 65 años de vida, El Oso ha sido un peatón, o un homo peatonissimus, término creado por Juan Filloy en su libro Yo, yo y yo. Del mismo modo, en algunas épocas de su juventud, se asoció de lleno a la categoría de homo viator, el que peregrina lejos de su casa por semanas o meses, tal como lo refiere David Le Breton en El elogio del caminar. En mi caso, cruzo la ciudad a pie debido a mi pírrico salario de profesor universitario. En la Venezuela de hoy, la inflación provoca los mismos efectos de las imágenes softporno de Mimí Lazo en los ochenta: nos dejan en shock y ya se hace imposible adquirir un automóvil nuevo o usado; incluso, comprar cauchos es una tarea tan ardua como conseguir agua mineral en el universo apocalíptico de Mad Max. Nuestra condición económica enfatiza los desplazamientos a pie. Si asumimos el ejercicio de caminar del modo en que lo entiende Roland Barthes —el gesto más humano de todos—, nos situamos en un punto necesario para la reflexión: ¿el caraqueño de hoy es más humano que el del siglo xx? La semana pasada fui testigo de cómo un peatón de más de ciento veinte kilos apartaba de su paso a una viejita de 120 años. Le Breton nos recuerda una frase de Leroi-Gauchan: «La especie humana comienza por los pies», que nosotros nos hemos encargado de contradecir: destruimos a patadas cualquier atisbo de humanidad.
En un momento de emergencia económica, visité a El Oso. Me ofrecí para trabajar como su ayudante en plomería y construcción: «Estoy de paro universitario», argüí. Él me miró con un gesto que solo puedo definir entre irónico y suspicaz. Meditó unos segundos y dijo: «Como pasante. Te contrataré como pasante». Acepté sin vacilar. El primer trabajo se pautó para el día siguiente a las 6:00 de la mañana.
Cuando a El Oso todavía no le había cambiado por completo la voz, trabajaba con un amigo de la infancia en Santa Mónica. Vendían naranjas en la avenida Teresa de la Parra. «En la subidita», me aclaró, mientras avanzábamos hacia la vereda 106 de Coche, donde se ubicaba la casa que requería de nuestra mano de obra calificada. En la subidita atendió a miles de clientes, pero hubo uno que jamás olvidará. Llegó conduciendo un Mercedes Benz 320 y canceló dos sacos de naranjas que El Oso se sintió en la obligación de ayudarlo a subir a su vehículo. Así ganaría un cliente más.
Cuando el señor del Mercedes abrió la maleta, la vida de El Oso cambió para siempre. La maleta estaba llena de bolas de bowling. De varias marcas y modelos. Docenas de bolas amontonadas como melones configuraban un estallido cromático para cualquier daltónico. El Oso las observó como si se dejara llevar por los poderes hipnotizadores de Tusam y le dijo al señor del Mercedes: «¿Usted juega bowling? Yo sí juego bowling. Tercera categoría». Su reacción conmovió al cliente y este le propuso un intercambio: otro saco de naranjas por una de las pelotas. «¿Cuál te gusta?», le preguntó.
El Oso se decidió por una bola Columbia de dureza punto amarillo de dieciséis libras, de una llave ajustada a su mano. Se olvidó de su vieja pelota de una talla más estrecha y así comenzó el ascenso de su carrera como bolichero.
Sus primeros campeonatos internacionales los disputó a los 19 años. Sumó strikes y spares en canchas de Colombia, Santo Domingo y Curaçao. En este último destino, representó a Venezuela. Se ganó su puesto entre seiscientos competidores de todo el país que reñían por apenas cuatro asientos en el avión que los dejaría en la paradisíaca isla caribeña.
El Oso me confiesa: «Me monté rasca’o y me bajé rasca’o. Mi equipaje consistía en mis zapatos de boliche, en mis dos bolas de boliche y cuatro botellas pecho cuadrado».
Coche, como cualquier ciudad o pueblo, existe por el tránsito constante de sus ciudadanos. Para Le Breton, caminar constituye una variante de la nostalgia o una resistencia contra la fugacidad vertiginosa del mundo actual. El Oso y yo caminábamos hacia el lugar de nuestra primera colaboración en conjunto y él no dejaba de contarme sobre sus años mozos.
La anatomía laberíntica de las calles de Coche ha hecho extraviarse a miles de peatones durante décadas. Nosotros somos capaces de caminar la parroquia con los ojos cerrados hasta que un Malibu o un buhonero se atraviesan.
Las aceras se han convertido en una especie de estacionamiento y de mercado. «Si yo fuera fiscal los mandara a remolcar a toditos», dice El Oso con autoridad. La parroquia carece de señalizaciones claras y las redomas, las calles y ciertas plazas, administran la desorientación. Se ven afectados en partes iguales aquel que busca llegar al Periférico de Coche porque su esposa grita por un cólico nefrítico en el asiento trasero, y el que recorre con incertidumbre Los Cedros para encontrar la licorería Los Primos; en ambos casos, han de detenerse para preguntar a los peatones cómo llegar a sus destinos. En el trayecto, al menos tres personas se nos acercaron para consultar una dirección. Nuestras calles auspician la nostalgia como el extravío. Coche ha soportado la alteración de sus planos con los cambios de Gobierno: extrañamos el pasado y nos perdemos en el presente.
Tocamos el timbre de la casa. Decoraba la fachada una superpoblación de ángeles de cerámica de todo tipo, con alas, sin alas.
«Pero, Luis Alberto, deportivamente, ¿qué tal te fue en Curaçao?», pregunté. «No me acuerdo. Fue un momento de relax».
Una mujer de mediana edad entreabrió la puerta.
Mientras explorábamos las tuberías de un grupo de ducha para cerciorarnos de cuáles debíamos sustituir, El Oso me habló de los Panamericanos de Caracas del ‘83 y me dijo que pertenecía al departamento de estadísticas del bowling, que era deporte de exhibición y se escenificó en el Círculo Militar. Gracias a su acreditación tuvo acceso a los demás eventos. «No me pelé ningún juego de baloncesto. Masculino y femenino. Vi a Michael Jordan y ligué por el eléctrico Iván Olivares», dijo cuando organizábamos las herramientas para la demolición.
En 1986 se celebró el mundial de bowling en Mampote. El Oso participó como personal técnico. Para asistir a una cita continental representando al país, cada jugador debía tener un promedio igual o mayor a 193. «No hay como jugar federado. ¡La primera categoría!, era la máxima aspiración de los bolicheros de entonces», manifestó Luis Alberto justo antes de dedicarnos a solucionar un típico cangrejo de la plomería: se nos había partido el tubo oxidado que pretendíamos remover y la rosca había quedado atorada dentro del codo. Sudamos a cántaros en un espacio de 1 x 1 rodeados de puertas acrílicas, mientras localizábamos la pieza hasta que logramos extraerla. Parecíamos contrincantes de lucha grecorromana. El sacrificio lo vale: El Oso me pagará el equivalente a tres meses de mi sueldo por una tarde como su pasante.
Mientras me familiarizaba con mi nuevo trabajo, El Oso hablaba: «En los setenta, yo no sabía lo que era el bowling. Cuando la televisión empezó a transmitirlo, miraba jugadores que serían mis compañeros de cancha años después: Carlos Lovera, dos veces subcampeón mundial, o Amleto Monaccelli, Hall de la Fama en Estados Unidos». «¿Les ganaste?», pregunté. «No estamos para hablar de que si les gané o no», replicó. Instantes después de secarse el sudor con su pañuelo de los Tiburones de La Guaira, añadió: «Después del juego a coger culos. Como yo jugaba bien mi vaina, los culos caían solos. Noventa por ciento del boliche está en saber caminar la cancha», dijo y con esto entendí que, a diferencia del fútbol o del baloncesto, el boliche es un deporte en el que ser un peatón es determinante.
A golpe de tres de la tarde dimos por terminado el trabajo. Mis músculos estaban ateridos. Me había golpeado la cabeza con una tubería. Sentía que había salido de un partido de rugby. «Si tú sabes caminar la cancha el boliche habla solo», mi jefe retomó la conversación. «Si lo haces bien en la cancha, hasta te salen ofertas de trabajo». Para él, el bowling era un sistema de conquistas amorosas y de relaciones públicas: si por cosas del promedio o capricho de los pines, El Oso no clasificaba para un torneo, siempre se asomaban patrocinadores que estaban al tanto de su talento.
Cada vez que da por terminado un trabajo, El Oso articula su frase favorita: «Hecho en Venezuela». Seguidamente te preguntará en tono confesional: «¿Usted sufre de la tensión?». Así lo hizo años atrás cuando armó las repisas de mi biblioteca. Le dije que no. «Entonces te puedo decir cuánto son mis honorarios sin que te dé un beriberi como a Mardy Fish».
El Oso también es consciente de sus limitaciones. Para él la electricidad y la jardinería son campos inexplorados profesionalmente. Ante estas desventajas, ha creado una red de expertos de la mano de obra. Si un vecino solicita sus servicios para algún trabajo que él no se sienta capaz de ejecutar, llama al hombre indicado y cobra comisión. Si es otro a quien ha llamado, te pregunta: «¿No es buena mi empresa?».
Ya era la hora del burro y merecíamos un par de cervezas. Las ropas de El Oso lo hacían lucir como un sobreviviente de un full day en La Bonanza. Hace poco me confesó que cuando viajaba en Metro, la gente solía confundirlo con un mendigo. Solo se percataban de que era un to’ero —o alguien, en tal caso, decente— cuando iniciaba sus discursos sobre la actualidad del país. Para él, una buena forma de crear conciencia es hablar de tú a tú con los ciudadanos de a pie, sin importar que sean conocidos o no: «En el Metro todo el mundo te escucha, como si se tratara de una radionovela. Así solo hables contigo mismo».
Yo no me encontraba tan mugroso. Después del episodio de lucha grecorromana, mi mayor esfuerzo había consistido en tenderme en el suelo para alcanzar una llave inglesa que dejamos caer. Cuando intenté ayudarlo, me salió con que «los dos no cabemos en el mismo codo».
El Oso le preguntó por la tensión a la señora de mediana edad que nos contrató y caminamos hacia la cervecería Las Provincias.
En Coche apenas tenemos tres grupos de semáforos, de los cuales dos están descompuestos. Para cruzar la avenida Guzmán Blanco debes saber caminar, anticiparte. Es un deporte de alto riesgo. «El bowling da la suficiente experiencia para desplazarte de una acera a la otra», afirma El Oso: «También para cambiar de ramo cuando las cosas se ponen difíciles».
Caminar por Coche es volver a la infancia a través de mis pasos: la escuela Delgado Chalbaud o las lecciones de catecismo que nunca aprendí en la Iglesia Santo Domingo Savio. Aceras que, unidas, conforman un universo evocativo: soy un peatonissimus memorius.
El Oso y yo practicamos una variante del contorsionismo para poder alcanzar la otra acera. En la misma avenida se celebraba un campeonato de béisbol en el estadio del Bloque 1, un camión vendía pollos, tractores removían escombros y sustituían una tubería subterránea de gas. El primer evento convocó decenas de automóviles estacionados sobre las aceras; el segundo, cientos de personas en fila y detenidas, fatigadas por sus propios sudores; el tercero, cráteres y pequeñas montañas de arena. En toda Caracas la superficie de las aceras ha disminuido con el paso del tiempo, dejando de ser una zona imparcial entre las casas y el asfalto.
«Antes de jugar boliche, jugaba softball», dijo Luis Alberto cuando seleccionábamos una mesa en Las provincias. «Jugaba para el Instituto Nacional de Puertos. Pregúntame si yo trabajaba. ¡Salud!, brindo con la derecha, porque con la otra se me cae». Esta es su frase infaltable cuando bebe. La razón: cuando Luis Alberto era apenas un niño, la polio le afectó los músculos del brazo izquierdo. «Si no pichaba era segundo bate y cubría el leftfield», así resume su versatilidad deportiva, la vida como una carrera de obstáculos.
Con orgullo, añadió: «Para poder jugar con ese equipo se suponía que yo debía trabajar en los puertos. Como era tan buen pelotero, me incluyeron en la nómina. Quince y último. Pero solo iba a jugar. Aunque, a decir verdad, soy un simple bolichero. Como dijera don Pedro Emilio Coll: “Yo solo he sido un simple lector”, mira quién te lo dice, ¿a que no conocías esa frase? Gané muchos torneos. Regalaba las medallas. Eran de cartón. La primera que me guiñara los ojos… Son tuyas, amor, te las regalo. Y aquellas gochas emocionadas… Ni que fueran de oro».
»Mi actuación más memorable fue en Ciudad Guayana. Lo primero que hicimos al llegar fue hacer mercado. Seis botellas de ron. El equipo estaba conformado por Tomás Morris (padre de los basquetbolistas), Aníbal Marcano (hijo del locutor de guardia de Venevisión Antonio José Marcano), representante de la FEQ-Zona Americana y Luis Alfredo Rodríguez, alías Sangre, tenía siete bolas, era un tipo arrecho. Y, desde luego, este que está aquí: Luis Alberto Pérez, alías El Oso. La opinión pública tenía la certeza de que donde estaba El Oso había carne en gancho. Sin que me quede nada por dentro: ¡un equipo ganador! Que te lo diga Ernesto Ferreira, el dueño del autolavado de la bomba de Coche. Él y yo coincidimos en varios torneos. El cigarro que se fumaba Ferreira formaba una nube de humo alrededor de estas preguntas: “¿cómo va El Oso?” “¿Cómo viene El Oso?”».
Luis Alberto asegura que Ferreira temía enfrentarse a él y controlaba los nervios con la nicotina: «Si yo estaba en la cancha 4, los que estaban en la 16 se salían de concentración. Strike, strike y strike. Más pendientes de mí que de su juego. “Este es tu último torneo en segunda” me repetía incansablemente el presidente de la Asociación de Boliche de Miranda, Gustavo Pérez Osuna, hijo del célebre senador de la república y bolichero, El Negro Pérez Osuna». A esta insinuación, El Oso respondía con solvente dignidad: «Me vas a rayar el disco».
El line-up era el siguiente: El Oso, que era el abridor. Tomás Morris. Aníbal Marcano. Luis Alfredo, alías Sangre.
En la primera línea, El Oso sacó 167.
Tomás Morris, 247.
Aníbal, 256.
Sangre, 167.
Después de esta pobre actuación inicial, El Oso llamó a Sangre y le dijo: «Si Tomás y Aníbal mantienen ese nivel, ganamos, porque tú y yo vamos de menos a más». Sangre comprendió bien las palabras de El Oso. «¡Chócala!», se dijeron.
El Oso monopolizó la conversación durante dos cervezas consecutivas: «Sangre y yo no bajamos de 200 en las tres líneas restantes. Yo no estaba pendiente del score. Ayudé al equipo y matamos la liga. Quedamos terceros. Medalla de bronce».
»De allí nos fuimos a celebrar para el bar del Hotel Rasil Viejo, donde el equipo alquiló una suite.
»Antes de entrar al bar, nos quitamos el uniforme. Desde el Liceo aprendí que debemos quitarnos el uniforme que representa la institución para la cual trabajamos o en la cual estudiamos: hay que respetar. Es una costumbre tan vieja como mi apodo, de cuando usaba afro y vestía camisa beige con el escudo del Rufino Blanco Fombona.
»“Equipo unido bebe Carta Roja” era lema del team. Aníbal agarró una pea llorona, se recriminaba y repetía a cada instante “por mí perdimos, por mí perdimos”. Toda la noche fue curda pareja.
»De pronto, al bar llegó una negra despampanante. La negra había asistido a los juegos. Yo le había puesto el ojo, pero durante el campeonato estaba pendiente de tumbar pines. En la noche etílica mis intereses habían cambiado por completo. Yo dije las palabras mágicas: “Somos de Caracas. Llévanos a hacer turismo”. Ella dijo: “¿Por qué no me habías dicho más temprano?”. Le respondí: “Porque te estoy conociendo es ahora. Antes estaba jugando”. Terminé con ella en la suite.
»A mí me tocó jugar con Sangre en la jornada siguiente. El equipo ya había convenido que los mejores promedios jugaran en pareja. Nos tocó el turno de la noche. Y a Tomás y el de la tanda de las nueve de la mañana. Pusieron la cómica. Yo abrí los ojos como a las dos. “Vamos a llegar tarde”, me despertó Aníbal. En su aliento aún se respiraban los vapores del ron.
»Cuando llegamos a la cancha todo ya había comenzado y no sabíamos nada del score de las parejas que nos antecedían. Aún así, arrasamos.
»Aquella noche en lugar de tener la tímida visita de una solitaria mujer, o de dos, o tres, en la habitación había quince chicas. Sangre y yo éramos la mejor pareja de la segunda categoría a escala nacional. Se aproximaba mi debut en primera.
El Oso pagó la cuenta. Justo cuando abandonábamos Las Provincias, sonó su teléfono. Solicitaban nuestros servicios para pintar un apartamento de las Residencias Hipódromo. Para ser excelente bolichero, recordé, hay que saber caminar la cancha. Para sobrevivir en un país con superinflación, hay que saber caminarla.
«¡Salud!, brindo con la derecha, porque la izquierda murió», dijo El Oso y salimos del local.
Narrador y cronista venezolano
Columnista en The Wynwood Times:
McGuffins’s Café