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Por Gustavo Löbig.

¿Te imaginas qué nota sería la de poder segregar música como una función corporal, en momentos especialmente felices de nuestra vida? La vida tendría soundtrack; la Teoría de Las Cuerdas, al explicar el origen del Universo, se probaría en pequeña escala en nuestro planeta; cada persona podría asociarse con su sonido fundamental, y también organizarse en grupos armónicos con gente afín para llenar de sonidos su camino de vida a medida que lo recorre. Si la honesta música fuese el canal humano de expresión e interacción personal, cada pensamiento sería una nota musical clara y evidente. Entonces desaparecerían las agendas ocultas, las hipocresías y las máscaras que cubren las manchas personales dejarían de ser motivo de vergüenza y ocultamiento para convertirse en el sonido de fondo sobre el cual se elevarían las notas puras de la parte luminosa y nutritiva de cada quien. Y al coro humano se sumaría la conciencia de la música asociada con cada movimiento del aire, hoja o árbol, gota, animal, roca o estrella. Todos cantaríamos audiblemente, sin dudas, evasiones o fingimientos, la canción de la vida.

Pero aunque evidentemente no es así, y mucha gente agota su tiempo viendo y hablando sin cesar, pero de manera muda y ciega ante el arte que crea conciencia y amplía el lugar de la belleza, el hado ha dispuesto que los compases de la existencia se expresen más allá del sonido para beneficio de los pintores y de los sordos, e ideado los musicales para recrear una cotidianidad donde, de repente, los actores enloquecen al ser poseídos por el duende y bailan y cantan, para acto seguido retornar a sus dramas domésticos dentro y fuera del escenario. El hado ha inventado los boleros, para poder sentir de manera programada toda la intensidad del amor ideal o desdichado. Ha creado el bel canto para apuntar hacia lo sublime con voces privilegiadas, o el rock para depurar la violencia interna, o los spirituals y el jazz para recrear las emociones más elevadas, y todas las demás formas de la música que forman los adoquines del camino del enamoramiento por la vida y por la muerte.

Una creación musical puede definir el carácter y el destino de una persona. Sin la música, la lectura audible de la vida estaría incompleta. Una de las lecturas más perfectas que he saboreado relacionadas con el tema musical es la introducción de la obra El Sillmarillion, cuando Tolkien asocia la creación con  «la música de los Ainur”. El genoma humano está inextricablemente unido a las notas musicales, el bebé en el vientre oye y va guardando en su inconsciente los sonidos del mundo que lo recibe al nacer, la musicoterapia produce resultados sanadores comprobados. El silencio y las pausas forman asimismo parte de la música, recursos efectivos en las composiciones más originales y logradas en la historia de la música, como también lo son en la historia de la vida.

Aunque la frase se haya reducido a un lugar común, nadie puede negar que la música es el lenguaje del alma.

Cada historia humana, incluso la más breve o ruin, es una historia de amor, y representa una nota dentro del Concierto de las Esferas que incluye a nuestro pequeño planeta. Dentro de este, la fabricación delicada de un luthier compite con las obras arquitectónicas más bellas, la pureza que vibra en un chello, cuya voz es la más parecida a la humana, o la que brota de las cuerdas de un Cremona o un Stradivarius, o la que desgranan las teclas de un Stenway perfectamente afinado, no son inferiores a las líneas y detalles de un Taj Mahal, con la ventaja de que el violín, el piano o el instrumento que sea, en manos de un virtuoso, transforma en música el aire o la vibración y puede viajar de aquí para allá, elevar a una mayor cantidad de conciencias, alimentar la sed de bondad y de belleza del hombre sensible.

La lluvia, el mar, el río y la cascada producen un sonido musical característico que nos mueve hondo. Pues el agua, componente principal de este planeta y de la vida que sustenta, tiene una relación muy estrecha con nuestra alma ya que constituye la mayor parte de nuestro cuerpo. De ahí que los estudiosos de la relación alma-cuerpo postulen que los ritmos interiores solo se escuchan si fluimos dentro del silencio de la meditación. El `tempo´ pertenece, por derecho propio, al reino musical. Podemos cerrar la boca, los ojos, las manos y hasta las fosas nasales, pero no las orejas, así que es difícil separar nuestro pensamiento del ritmo de la vida que suena. El chamán y el rockero comparten el trance inducido por la música, un libro bien escrito puede ser la partitura y su lector el instrumento tocado. Yo que no canto y apenas soy un buen lector que escribe, requiero de la música para crear, para escribir, para pintar, para vivir. Se dice que la música tiene un valor subjetivo, de acuerdo a los filtros que colocan en cada oyente sus respectivas necesidades y aprendizajes.

No obstante, la música, como todo arte verdadero, siempre va asociada con la armonía y la belleza que no admite relativismos. Si no la posee solo escucho ruido, no pasa de ser una muestra de creatividad cuyo único mérito consiste en ser original, popular, rentable o pegajosa. Jamás la confundiría con la verdadera música en tanto no sea capaz de transmitir paz y deleite trascendente, para hacer mejor persona a quien la da o la recibe. Las personas que más amo también vibran en mi historia como acordes insustituibles, gracias a su música personal inconfundible, donde cada nota es un acto noble. Por algo la musa protectora de este arte se llamó Euterpe (deleite, en griego).

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