Por Ari Silva
A los editores de vídeo nos pasan cosas muy curiosas. Algunas veces y dependiendo del cliente de turno, jugamos a ser psicólogos de ellos y la mayoría de las veces nos convertimos en amigos. Otras veces, creamos fantasías con lo que estamos editando. El material fílmico o de vídeo se convierte en una especie de mundo paralelo y nos involucramos tanto que comenzamos a sentir afecto hacia la gente que sale en las películas, en los comerciales o en documentales.
En esa intimidad del cuarto oscuro, vemos imágenes, descubrimos gestos, reconocemos texturas y matices de voz, percibimos ciertas posturas de la gente, analizamos miradas y nos sentimos compenetrados con modelos y actores a los que casi nunca llegamos a conocer.
Una vez una modelo llegó a mi sala a ver su comercial y yo la recibí como si fuera mi mejor amiga: «Pero si yo la vi cuando se metió el camarón con mayonesa en la boca y no más el director dijo ‘corten’, ella soltó el camarón esbozando una sonrisa, porque a pesar de ser vegetariana, ella era una profesional y tenía que actuar como si le gustara el repulsivo crustáceo remojado en mayonesa Kraft» – Me decía a mi misma justificando mi pequeña locura.
Ese día vi a la muchacha en la puerta y salté a abrazarla y ella con cara de ponchada me dijo: – «Hola, mucho gusto…amiga».
Y así iba yo abrazando desconocidos a los que les había visto hasta las arrugas de los ojos bien cerquita vía primerísimo primer plano.
En los documentales era peor. Uno pasa días oyendo gente ,escuchando historias, viendo el dolor en sus caras y llorando como si ellos fueran amigos cercanos y al final terminamos queriéndolos de una manera bastante loca y efímera.
Uno empieza a ser «amiga» de los actores en la intimidad de un primer plano, en un «corten» apurado porque se tuvo que limpiar las lágrimas, en una cámara que se queda encendida un rato después del corte y nos deja ver a nuestros amigos imaginarios, relajar el cuello, liberarse de aquel suplicio de la luz roja encendida, de las calurosas luces que encandilan, del gentío detrás y la total ausencia de privacidad que debería acompañar la confesión de sus penas en una entrevista.
He llorado con mis comerciales…muchas veces.
«Se murió José Fernández» – Me dijo mi pareja mientras leía la noticia en internet y yo le contesté: «Yo lo conocí» y en ese instante me di cuenta que no, que nunca nos conocimos.
Hace un par de años edité una serie de testimoniales para los Marlins y allí lo vi por primera vez: en el material para editar el comercial.
Sentado en plano medio y con el Green Screen de fondo él me contó su historia mientras yo seleccionaba fragmentos de su vida para luego armar el comercial. Lloré con las historias de valentía de cada jugador, pero José era la estrella del equipo. No solo porque era el mejor sino porque se notaba al final de cada toma, que los otros miembros del equipo que compartían la escena con él, lo veían con cariño y admiración. Era el más joven de los Marlins ese año.
Él nunca supo que lloré con él cuando narraba su travesía de balsero ni que me conmoví con su sueño infantil de ser «pelotero» de grandes ligas y todo lo que le costó realizar su sueño.
Me hizo reír cada vez que cortaban la cámara y bromeaba con la gente del equipo de filmación, porque él era mucho mejor en cámara que sus compañeros.
Un día fui al stadium a verlo porque quería ver al “novato del año” en persona y tuve la suerte ( con los Marlins nunca se sabe ) que José ganara el juego esa noche cuando casi lo perdían. Pude ver como daba el brinco característico que tantas veces había visto en las tomas de archivo para saltar la raya blanca del home que él no pisaba nunca porque era de mala suerte.
José se fue en el agua un domingo para no volver. No era el mismo bote, pero si eran las mismas aguas que lo trajeron de Cuba hasta Miami.
Q.E.P.D.