Por Yorgenis Ramírez.
Son las 5:00PM. Sintonizo el dial de Radio María Venezuela para escuchar la misa, en la vital reunión espiritual con mamá en estos días laxos donde hacer alma es una necesaria tarea para el coraje, el arraigo, el seguir desde lo interno, más allá o más acá de las normas donde muchas veces se entrampa lo religioso. Más que escuchar la misa me gusta ver rezar a mamá. Me trae la fe de mi infancia. Una fe desnuda de todo artificio, donde orar era adentrarse a lo cotidiano: ese reino común al alcance de un gesto, una palabra, alguna gracia donde se dibujara, más sentido que racional, un Dios lúdico, un Dios que baila con la existencia. Doy volumen a la radio, nos sentamos y la escucha abre todas sus ventanas. Al cabo de unos minutos, una vecina se asoma por la ventana. Me llama, algo incómoda, y hablamos.
—Hola Yor, ¿cómo estás?
—Hola, querida. Todo bien. ¿Tú cómo vas?
—Ahí chico, ni mal ni bien.
—Te entiendo.
—Mira.
—Dime.
—Necesito un favor tuyo.
—Te escucho.
—¿Será que puedes escuchar tu misa para ti?
—¿El sonido llega hasta tu casa?
—Sí.
—¡Excelente!
—No. Nos molesta.
—Hermana, piénsalo bien. Te puedo estar haciendo un favor.
—¿Cuál favor?
—Estás clara que vas para el infierno, ¿cierto? Bueno, seguramente puede que recuerdes el Evangelio y sea el único momento de paz que tengas.
—¡Ridículo!
—¡Alabado sea! Por cierto, ¿cómo vas con el coronavirus?
—¡Yo no tengo eso!
—La negación no es sanadora, querida.
—Yo no tengo ni un síntoma de conavirus.
—Coronavirus.
—¡Esa vaina!
—Bueno, puedes estar asintomática.
—Yo lo único que tengo asintomática es…
—¡Calma pueblo!
—¡La lengua!
—Sí, claro.
—Por cierto, ¿tú escribes?
—Sí. Tú también. ¿No fuiste a la escuela?
—¡Necio! Lo que quiero decir es si eres escritor.
—Bueno, para simplificar la discusión, digamos que sí. ¿Qué necesitas?
—Otro favor.
—A ver.
—Necesito me ayudes a escribir un saludo.
—¿Un saludo? ¿Para quien?
—Para un muerto.
—¿Qué?
—Que me ayudes a…
—Sí, te escuché perfectamente. Solo que me asombra tu petición.
—¿Por qué?
—¿Eres santera?
—No. Pero de vez en cuando me fumo mi tabaco con la candela pa’ dentro, jajaja.
—La pregunta es en serio.
—No vale. Yo ni un guarapo se hacer. Mucho menos brujería.
—¿Y cómo es eso que quieres un saludo para un muerto?
—Es que…
Francisca se quiebra. El llanto emerge incontenible. El distanciamiento social producto de la pandemia me dice «detente, no la toques». Busco contenerla pidiéndole que respire. Toda la conversación ha sido el ritual forzoso de la evasión. Se sienta en el escalón de la puerta. Vacía su llanto con la cabeza entre las piernas, más adentro de su propia oscuridad. Se levanta intempestiva. Toma una bocanada de aire y mira hacia el firmamento, rogando a algún dios ausente la fuerza que la impulse a hablar, o más bien, aceptar la realidad que vibra en sus huesos colmados de dolor.
Yor, mi hermano se muere. Él sabe que tú eres poeta. Y me pidió que, por favor, escribieras un poema, un poema donde pueda saludar por última vez a mamá y a mi. Un poema que será el último aliento de su voz.
Me derrumbo. No existen palabras adecuadas ante semejante realidad. La poesía y el dolor tocando mi puerta ante la inminencia de la muerte. El estremecimiento me saca de órbita. ¿Qué es lo real cuando el desgarramiento nos expulsa del mundo? La vida y sus desiertos. La vida y sus noches oscuras. Voy al cuarto, me pongo el tapaboca, tomo papel y lápiz, y salgo.
Vamos a su casa, Francisca. Tu hermano nos espera.
Y descendemos la calle del barrio, la trama donde la vida y la muerte tejen un poema, como último aliento del alma cantando su impensada belleza.
Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter
Colaborador articulista de The Wynwood Times
Columna: Apuntes desde el vértigo