por Ludwig Vegas
Ocurrió durante el lanzamiento del transbordador espacial Challenger en 1986. Bajo presión por mantener el calendario de misiones y conservar los costos dentro del presupuesto, ingenieros de la NASA decidieron dar luz verde al despegue del orbitador a pesar de dudas iniciales sobre el comportamiento de los anillos de sello de los cohetes de combustible sólido en bajas temperaturas. La necesidad de lograr la meta de un alto número de misiones al año (9 lanzamientos en 1985) y la tácita presión de grupo creada por el estado óptimo de otros equipos y divisiones involucrados en el despegue contribuyeron a que los ingenieros tomaran una decisión de alto riesgo. El Challenger explotó 73 segundos después de su lanzamiento.
¿Qué demonios tiene que ver la tragedia del Challenger con el proceso de paz en Colombia? Mucho. El plan de paz liderado por el presidente Juan Manuel Santos se asemeja al proceso de decisiones que culmina con la explosión del Challenger. Si pudiésemos hablar con el entonces ministro de defensa Juan Manuel Santos en el 2008 sobre las FARC, veríamos que Santos tenía una posición muy fuerte en contra de la guerrilla. Después de todo, fue Santos quien aprobó la Operación Fénix, el ataque militar que ultimó al líder de las FARC Raúl Reyes. En el asalto, helicópteros del ejército colombiano penetraron el espacio aéreo soberano de Ecuador y emboscaron el campamento de los insurgentes en el medio de la noche. Tres computadores fueron rescatados – y entre otras cosas – se adquirió inteligencia vinculando al movimiento guerrillero con Hugo Chávez y su gobierno. Claramente si le hubiésemos preguntado a Santos en el 2008 si él les otorgaría a los líderes guerrilleros un indulto absoluto por crímenes como asesinato, secuestro, y violación, si él los premiaría con curules en el congreso y escolta, seguramente hubiese dicho: “Jamás.”
Sin embargo, ocho años más tarde, el presidente Santos es un hombre distinto. Busca la paz con sus enemigos jurados. Una causa muy noble sin duda. Sus detractores argumentan que lo único que realmente está en juego es el legado de Santos. Que busca convertirse en el presidente que logró lo impensable: la paz en Colombia después de 50 años de guerra con la guerrilla. Otros piensan que busca el Premio Nobel de la Paz. Sus seguidores dicen que Santos quiere lo mejor para Colombia y eso es la paz. Dejando a un lado el análisis de sus verdaderas motivaciones, en los largos, arduos cuatro años de negociaciones de paz con líderes de las FARC, Santos ha hecho una concesión tras otra con tal de mantener a la guerrilla en la mesa de discusión. El proceso ha llegado al punto donde el firmar la paz se ha convertido el principal objetivo sin importar el costo. Y el precio parece ser demasiado alto. Los líderes de las FARC tendrán garantizados curules en el congreso (sin necesidad de obtener un solo voto), un canal de televisión, estaciones de radio, remuneración pagada por el gobierno (y por consiguiente los colombianos que pagan impuestos), no tener que pagar ninguna pena en prisión por crímenes como asesinato, secuestro, violación, violación de menores, terrorismo, y tráfico de drogas entre otros. Los líderes de las FARC no tendrán que revelar la localización de dineros amasados por su apoyo al narcotráfico. Ni las rutas de distribución de los carteles. No tendrán que revelar los nombres de los generales venezolanos involucrados en el Cartel de los Soles, cuyo máximo capo se presume es Diosdado Cabello, expresidente de la Asamblea Nacional.
Si alguna vez existió un incentivo en el mundo para convertirse en insurgente, el plan de paz lo es. Los peligros de crear este precedente tienen ramificaciones de largo alcance en una democracia donde el estado de derecho debería ser el cimiento central de la sociedad. Nuestro deseo es el mejor de los futuros para Colombia, pero es un hecho que una vez la mal llamada paz sea confirmada en el plebiscito del 2 de octubre, aun permanecerá otro grupo insurgente armado, el ELN, y los carteles de la droga continuarán su reino de terror. Así que esperar por ese momento para que todos los colombianos se tomen de la mano y canten el Kumbaya es una inocentada para ponerla suave.
En conclusión, llamar “Plan de Paz” a un plan que no garantiza la paz absoluta es una falsedad. Debería llamarse el plan de la impunidad. Aunque ese nombre podría espantar a los votantes. El complot de mercadeo de Santos es astuto porque el no votar por la “paz” sería como no votar por la legislación en el congreso de EE. UU. conocida como “Ley Patriota”. La tragedia es que una vez que la constitución colombiana sea alterada para favorecer a un grupo de terroristas, puede que no haya manera de reconstruir el país.
Como en la tragedia del Challenger, la inercia para lanzar el plan de paz de Santos parece imposible de revertir. En su frenesí para llegar al cielo, Santos podría explotar y ser destruido en despegue, llevándose a la nación completa consigo.