—¿Por qué lo hiciste?
—Por el país, ¿por qué va a ser?
—¿Y entiendes el país?
—Pues…
—¿Y el país existe?
—Pues…
Juan Carlos Méndez Guédez.
Por Mario Morenza.
En febrero de 1995, Juan Carlos Méndez Guédez inicia la redacción de Retrato de Abel con isla volcánica al fondo en Caracas. La concluye en Salamanca, en el mes de febrero del año siguiente. En octubre de 1997 se imprime y está lista para distribuirse en los anaqueles de las librerías de Venezuela, y es quizá la primera de las novelas de la historia literaria reciente que acaricia, sacude y castiga con agudeza plástica y profundidad reflexiva, una de las temáticas que en estos tempranos años del segundo milenio llenaría las grillas de los festivales de lectura, cuartillas en tesis de maestría y publicaciones en blogs: les hablo, si aún no lo han intuido, del exilio (o preferiría llamarle: el tema de la emigración).
Si este asunto te interesa o si pretendes estudiarlo y hacer un paper para algún curso de literatura, no tienes excusas para acercarte a Retrato de Abel con isla volcánica al fondo.
De hecho, como ya seguro lo han notado, es una novela que se culmina fuera de nuestros territorios. Parte de sus palabras también son exiladas.
Las siguientes páginas aspiran a una lectura sobre una novela editada hace veinte años y que, sin embargo, su pulsión e intención narrativa nos llega hoy con mayor precisión y desnudez. Nuestra perspectiva de lo ocurrido en los noventa ha cambiado, hemos madurado como ciudadanos y lectores y, aunado a eso, tenemos la frialdad argumental como para no mezclar deseos ideológicos con una realidad que estuvo allí, sangrante y afanosa que, querámoslo o no, conmovió los destinos de las próximas décadas de nuestro país.
Veinte años han pasado desde su publicación y observamos los años noventa y las secuelas políticas de los ochenta, setenta y sesenta escanciadas en esa década, con la distancia de ser testigos y no protagonistas, sin las sangres tibias de pasiones mal llevadas y, si es el caso, con una instrumentación crítica y objetiva, lejos de furores ideológicos hacinados en esa brecha de nuestra historia, siempre con la sensación de que faltaba poco para un Caracazo ii, para un Caracazo iii, y muchos desenlaces siempre contenidos, a los que solo les faltaba, quién sabe, un motivo de aliento más que las ganas.
Ese rumor se respira en la novela. El rumor de la conspiración. El rumor en forma de estallido social: mañana bajarán los cerros a buscar lo que la burguesía les ha quitado, sin ni siquiera percatarse o acaso intuir que muchos de los agredidos están con ellos, como el caso de Claudio, protagonista y narrador de la novela que ve ceder las santamarías de su negocio de artículos de computación para, seguidamente, ser desvalijado con saña y locura hambrienta, como si los estómagos de los violadores reclamaran teclados, cpu’s o circuitos electrónicos para saciarse.
Desde luego, la intentio autoris de la que nos habla Eduardo de Bustos en su ensayo «La falacia intencional» se aplica a esta obra. Es probable que Méndez Guédez no haya escrito esta obra para los lectores de su momento, para los lectores de los años noventa, sino para los lectores que, después de pasado el tiempo, puedan entender mejor una época, despejar las incógnitas de lo ocurrido y de lo que estuvo a punto de ocurrir.
El tiempo de los lectores de Retrato de Abel con isla volcánica al fondo es ahora. Una lectura que se vuelve más clara y precisa veinte años después (porque nos precisa, nos esclarece, nos evidencia). Para el momento, teníamos la angustia de esa ausencia de un lector ideal para esta obra. En este momento histórico, en el que el país y la cultura se encuentran en una posición delicada e indeterminada, volver sobre las páginas de Retrato de Abel… nos hará desentrañar con mejorada nitidez los fulgores oscuros que reventaron a finales de siglo xx.
El lector y ciudadano común pareciera apenas adquirir esa conciencia continental del suelo sobre el que posa sus pies, sobre el suelo en el que se proyectan sus sombras, y mirar el pasado con la suficiente objetividad como para explicárselo sin añadiduras ni pasiones. Con los años, estos lectores han sido capaces de alcanzar el molde de lector para el que Méndez Guédez pareciera haber escrito esta novela.
En la obra en cuestión, se nos dibujan a dos hermanos de corrientes políticas totalmente antagónicas, pero ambos hermanos tienen un ideal tan único como utópico: el bolivariano. Ambos hermanos suelen manifestar su rechazo al otro con mecanismos similares. Ambos hermanos se encuentran en otro país y cada uno configura un espejo asimétrico del otro.
El humo del tabaco siempre encapsulará a José en las conversaciones con su hermano, entre botellas de vino que sustituyen a otras ya vacías y recuerdos tumultuosos. Claudio, el narrador y protagonista de la obra, no fuma, pero está sobrecargando e incubando continuamente esas memorias de su vida pasada en Cabudare, de sus amores fatuos, de sus relaciones inconclusas e inaprensibles con su padre y ahora «recuperado» hermano.
Retrato de Abel… vaticina veinte años después de ser editada las atmósferas que caerán en Venezuela. Pero la Venezuela que anticipa no está ubicada en los territorios patrios, sino en cada versión de Venezuela que se ha llevado consigo cada uno de los exiliados (o emigrados). Esa población desgarrada de Venezuela que trama otra nacionalidad y cuyo Gloria al bravo pueblo podría acobijar esta estrofa: como diría Kavafis: «Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares / La ciudad te seguirá. Vagarás/ por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo/ y en estas mismas casas encanecerás./ Siempre llegarás a esta ciudad».
El universo narrativo de Retrato de Abel con isla volcánica al fondo es menos apocalíptico en sus intenciones predictivas, pero sí decreta los distanciamientos y elabora una especie de camino hacia la literatura del exilio (¿o de emigraciones?) que se respira en la narrativa actual (Miguel Gomes, Juan Carlos Chirinos, Eduardo Sánchez Rugeles, entre otros). De existir en ella una Apocalipsis, esta ocurrirá en los meandros psíquicos de los personajes.
En Retrato de Abel… se afinan los climas y tensiones políticas de los noventa, lógico efecto de la demagogia y corrupciones que se denuncian en la novela y, además de esto, se condicionan dos vertientes que, sin la maestría argumentativa del autor, podrían haber sucumbido en una antología de lugares comunes.
Se dibuja la vida de dos hermanos, José y Claudio, el primero de derechas, tonto útil; el segundo de izquierdas, cabeza caliente, y, de alguna manera, también tonto útil. José y Claudio luchan por defender sus ideales, ambos tutelados por el celaje de lo que representa el nombre de Bolívar. Esas dos versiones de la realidad se contraponen sin saber que el otro está en las comarcas del «enemigo». Un enemigo que canta el mismo himno y adora a un mismo Libertador, o a lo que se piensa que fue un Libertador.
Como era de esperarse, José y Claudio emigran. Su situación lejos del país es la metáfora de «una expectante amenaza del pasado», leeremos en la novela, que desde los primeros movimientos narrativos se huele la espesura de esas vivencias anteriores de los personajes. Esa adolescencia febril, lanzando bombillos llenos de pintura o espiando lascivamente a la chica más apetecible del barrio mientras esta se bañaba.
Claudio y José parecieran intuir un regreso para negarse a sí mismos y no seguir anulando con arbitrarias reivindicaciones los errores acumulados en sus vidas. A José solo lo acompaña el humo (el del tabaco negro también) y «los diez muertos encima» que le achaca o le promedia Victoria a su curriculum vitae como esbirro del Gobierno.
José y Claudio persisten aislados en una isla. Los hermanos acuñan en su biografía una nueva versión del desespero, ese que en cierto momento llevó a Claudio a apoyar combinaciones de fuerzas tan inverosímiles y contradictorias como un movimiento que tenía por consigna
«CONTRA LA DEMOCRACIA CORRUPTA
UNIÓN CÍVICO MILITAR RELIGIOSA»
Sin embargo, se recuerda a través del humo y el alcohol, aquella tierra natal, la que (re)clama el regreso de ambos. José, ya no tiene nada a qué temerle. Participó en un golpe de Estado (en el mundo ficcional de la novela) llevado a cabo en 1990 y ya todos los que asistieron a ese intento de derrocar al presidente han sido indultados. Pese a esto, Claudio experimenta el acecho de un demonio de la perversidad que lo invita a volver, en lugar de lanzarse al vacío. Su vacío tiene la forma de incendiar la casa cuando Victoria y el hijo de su esposa estén durmiendo. Y huir (regresar) a su patria con el dinero que logre recolectar en una casa de empeño a costa de las prendas de su ya calcinada esposa. Claudio, hacia el desenlace de la novela, está a punto de fabricar su propio golpe de Estado, pero solo le concede a su esposa un intento de violación. La figura femenina es la que compone los acordes de su hogar, por tal razón, Claudio encuentra un pretexto para esa rabia contenida en las cartas a Simone de Beauvoir, o en el fracasado y abortado intento de escribir una novela «noventosamente» titulada Manual para bailar Lambada. Es una especie de venganza feminista y la víctima es un «Claudio ama de casa».
En determinado punto de la trama, cuando el protagonista empieza a labrar su reflexión, prefiere y apela por el regreso. Otra huida hacia el terreno que quizá jamás debió abandonar.
Todo lo que Claudio describe en la siguiente cita postula esa extraña fascinación por lo que antes negaba o repudiaba. Se tratan de los verdaderos símbolos patrios de su país dejado en el olvido, o quizá la estrofa de un futuro himno: un canto apocalíptico y ciento por ciento venezolano:
Volveré. La costumbre del caos y del miedo también tiene sus reglas. Les diré a todos y especialmente a Victoria que amo el desorden, el autobús que no llega, el retardo en el tráfico, los disparos en la noche, los rumores golpistas, los supuestos barrios que se rebelan durante la madrugada y vienen con antorchas a incendiar los edificios, las bombas en los centros comerciales, los atentados. (Méndez Guédez, 1997: 10)
Sostuve, desde el comienzo de estas páginas, que Retrato de Abel… es una novela que narra el exilio, pero sería miope y reducida esta observación si nos quedamos en esto.
No es tan solo eso esta novela.
También es una novela de transformación. Hacia su desenlace, en esas veinte páginas finales de un cierre atómicamente reflexivo, Claudio se mira hacia adentro y profundiza en los daños que han sufrido las membranas de sus sentimientos. Se dice con relación a su hermano (¿o a sí mismo?): «Tendré que ir preparando para él las señales, los rastros para que indague, para que al buscarme se busque». Y es la tensión que implica la erupción en los personajes de esta historia. Victoria, muy conveniente la pulcritud onomástica de la esposa de Claudio, lo abandona y promete darle una pensión y recomendarlo a un trabajo en un muelle con unos primos lejanos, como un castigo, o ironía del destino para alguien que se exila en una isla, se aísla en intensas borracheras con su hermano recién encontrado, y ahora trabajará en un muelle para ver partir y llegar personas. Seres que quizás y definitivamente partan a tierras lejanas, y observará con desdén y melancolía, el arribo de otras tantas, su llegada a las Canarias con la firme convicción de quedarse para siempre. Claudio piensa todo esto y en su discurso intuimos que algo está por hacer erupción, pero que es contenido por una fuerza natural que desconocemos. Quizá su hermano José, su contrapartida, némesis, además de compartir la nacionalidad y el adn, también sea conocedor de qué mecanismos se ocultan en el interior psíquico de Claudio y ha evitado que este explote. Corrijo: que ambos exploten, con todo a su alrededor, incluyendo el país y, por extensión, sus himnos ambiciosos y sus contradictorias consignas.
Narrador y cronista venezolano
Columnista en The Wynwood Times:
McGuffins’s Café