Por Mario Morenza.
Desde niño he sentido por el lápiz un fuerte lazo de pertenencia. Con los años, el lápiz, como herramienta, como extensión de mis manos y pensamientos, ha adquirido un sentido de documento de identidad, de boleto hacia la calle. Si no sostengo un lápiz, me siento desprotegido, desnudo, incapaz de enfrentarme a la sudorosa realidad caraqueña.
Antes de continuar, debo confesar que el apego por el lápiz me fue impuesto.
A veces me pregunto cómo me ha podido causar tanta fascinación y dependencia este simple objeto: su cuerpo de madera que acoraza en su interior una delgada barra de grafito que generalmente sobresale por un extremo y, en ocasiones, dependiendo del afilado, es capaz de infringir dolorosos aguijonazos al propietario como a desprevenidos transeúntes y que, a su vez, suele estar coronado en el extremo contrario por un piadoso cinturón de metal enchapado que encapsula una diminuta y benevolente goma de borrar.
En segundo grado la maestra Marina nos obligaba a colocarle a nuestros lápices un papelito con nuestro nombre adherido con tirro. En quinto, la maestra Celina armaba un escándalo cada vez que a uno de mis condiscípulos se le extraviaba su lápiz y no podía copiar sus numerosos dictados. En séptimo de bachillerato, la profesora Raquel, de Dibujo Técnico, nos restaba 0,25 puntos si dejábamos caer la escuadra, el transportador o cualquiera de los instrumentos de geometría, pero la multa ascendía a 0,75 si un lápiz, ¡el 4H!, se nos deslizaba al piso. Pero, indiscutiblemente, la mayor responsabilidad de todas mis maestras recae en Rosalba, la de primer grado. Ella, con su voz prodigiosa para recitarnos el ma me mi mo mu, nos alentó a marcar los lápices con nuestros dientes, supongo que por aquello de que cada uno tenía muelas únicas, como aprenderíamos años después en Ciencias de la Naturaleza, cortesía de Serafín Mazparrote, el escritor venezolano que más libros ha vendido en la historia republicana del país.
Recibimos los consejos de Rosalba sin la necesidad de acudir a Psicología Asistencial. De eta manera, identificamos nuestros lápices: por la huella de nuestra mordida. Era una especie braille molar.
Lapsos después, a la maestra la expulsaron por incentivar el canibalismo. Elías mordió en el brazo a una compañerita, Sandra, tan flaca como un lápiz, porque decía que era su novia.
Hace una década reviví mi exacerbado sentido de pertenencia. Ocurrió en el i Congreso Crítico. El Gesto de Narrar. Celebrado en Pampatar en 2009. Fui presa de un brote primitivo de estos años de primaria.
Declaro que este episodio jamás hubiera pasado si no hubiera sido porque alguien tomó por error o viveza criolla mi lápiz y me había dejado un bolígrafo en su lugar. Tanto el lápiz como los bolígrafos obsequiados en el cotillón tenían inscritos el nombre del congreso en hermosos colores. El primer sospechoso de haber tomado por error mi lápiz y haberse llevado el bolígrafo, evidentemente había sido Luis Barrera Linares, quien, sentado a mi lado, escuchaba una ponencia de Einar Goyo Ponte titulada «Las falsas intrigas en La otra isla, de Francisco Suniaga o como escribir una novela “mañana, mañana”».
A la hora de los refrigerios me le acerqué y le propuse el cambio como si fuera yo el dueño de Manchester United que desea cambiar a dos jugadores italianos por un crack brasileño. Él me miró con ojos desafiantes. «Él es como yo», me dije. Jamás cambiaría un lápiz por un bolígrafo. Yo tenía que recuperar mi lápiz. Mi lápiz único con mordidas únicas. Incluso, estaba dispuesto a pagar el rescate con los dos bolígrafos que ahora sumaba, y si el secuestrador de mi lápiz se ponía intransigente, estaba dispuesto a canjeárselo por la libreta de notas del congreso, un afiche de José Balza —el escritor homenajeado— y mi bandeja de tequeños. No me dejó otra opción y tuve que arrebatárselo a la fuerza. Él llamó a sus guardaespaldas, sí, hay críticos que por razones obvias deben tener guardaespaldas. Me contuvieron. Yo alcé mi mano sujetando con fuerza el lápiz, como si con él se me fuera la vida. «Es mío, es mío», gritaba con la fuerza de Nicolas Cage en Face/Off cuando le arrebata un cigarrillo a uno de los reos y seguidamente es maniatado por varios policías.
Al día siguiente, antes de la clausura del evento, los encargados de la vigilancia mostraron el video captado por las cámaras de seguridad en el que Barrera Linares tomaba, por error, mi lápiz. Me lo devolvió y yo le regresé a él su bolígrafo. Después brindamos con la efusividad de los personajes de su libro Beberes de un ciudadano.
Profesor de día/narrador de noche. Así oscilan mis días. El lápiz es un péndulo que calibra estos dos ejercicios. De ninguna manera suelo escribir con lápiz, pero sí los uso para concebir mis tareas en la agenda, para anotar comentarios al margen en los libros que leo; para tachar y corregir mis textos, ajenos o propios. Con ellos regularizo mis tareas laborales o creativas. A los treinta, las actividades se multiplican y la mente es más propensa a distraerse y olvidar. Los lápices ayudan a que mi memoria haga bien su trabajo. A que, como bien lo afirma Luis Barrera Linares en La negación del rostro, mis actividades de toero, como cualquier escritor venezolano, no se me enreden al final de la noche, y no se me amontonen a fin de mes.
El lápiz es un instrumento para remarcar la cotidianidad. Donde hay un trazo, hay una idea o alguna actividad por hacer, o simplemente es la huella, el registro de un hecho ya acaecido, consumado o postergado.
Mi caligrafía está a un click de etiquetarse de jeroglífica. Cuando escribo con bolígrafo se vuelve más caótica. Sin embargo, con los años he aprendido a entenderme. En cierto modo, mis garabatos pueden pasar por mecanismo de seguridad. Hoy, en tiempos de passwords y hackers, la clave para leer lo que escribo únicamente la he descifrado yo. Mi privacidad yace en lo erróneo de mis trazos.
En un correo electrónico, Miguel Gomes me confesó que aprendió a escribir con bolígrafo. En su imaginario aún persiste esta idea, que todos escribimos con bolígrafos. Me dijo que pese a la situación que vivía el país, el bolígrafo no se me había helado. Solo tomo bolígrafos cuando voy a firmar documentos o llenar facturas. De alguna manera, por el tiempo que tengo sin usarlos, por lo estático de nuestra economía, mi relación con los bolígrafos es cada vez más distante y fría. Sí se me han helado los bolígrafos.
Tal como lo sostiene Alfonso Reyes, yo también escribo con las dos puntas del lápiz. El trazo del grafito es débil, tiene poca resistencia, de esto no me caben dudas. Una vulgar borra Nata puede deshacer lo escrito apenas tocar la página rayada, o la misma borra instalada al otro extremo de la punta. Por su parte, la tinta del bolígrafo debe ser atacada, para garantizar su difuminación, con típex y otras aleaciones químicas, o simplemente, arrugar la hoja y quemarla, lanzarla a un precipicio, a El Guaire, a una máquina trituradora de papel. Qué sé yo.
Jaime Ballestas alguna vez me dio una clase sobre las propiedades de la tinta y el grafito. Me instruyó en las particularidades de cada uno. Por ejemplo, gracias a él aprendí que el trazado de un bolígrafo a los pocos años se desvanece. El grafito puede durar unos quinientos años más: «Si quieres haz la prueba. Toma una hoja en blanco. Toma una regla. Y traza con la misma intensidad una línea recta de grafito y otra tan extensa de tinta. Verás cómo, con el pasar del tiempo, la línea trazada en tinta va desapareciendo, mientras que la de grafito permanecerá casi igual. Desaparecerá, sí, pero su desgaste es gradualmente más lento».
Suelo promediar cinco lápices simultáneamente. Cuatro número 2 y un 4H. Desafiar este orden con uno más o uno menos, me irrita. Si por casualidad alguien ha tomado alguno de mi escritorio y no me lo ha devuelto me saca de quicio. Debo ir a buscar otro. O secuestrar otro lápiz que encuentre mal puesto, abandonado. Lo adopto sacándole punta por primera vez, con el grado de afilamiento que siempre me ha gustado. No tengo un instrumento para medir esto, pero sí soy capaz de hacerlo al ojo por ciento, detener el proceso justo en el instante en que no deseo afilarlo más, pues si la punta queda afilada en exceso, es probable que apenas empiece a dibujar una letra o marcar una x, la punta se quiebre.
Mi cuidado hacia los lápices nada tiene que envidiarle al mantenimiento de una mascota. Es mi manada de madera y grafito. Mis herramientas. Mis armas de defensa personal para no sentirme desamparado ante cualquier eventualidad.
Desde principios de año, les he estado sacando punta a mis lápices. Los afilo de tal manera que fácilmente pueden cumplir las funciones de un arma blanca. Apenas se ha achatado la punta del primero de ellos y lo sustituyo por el siguiente. Y así voy. Reemplazando lápices y haciendo marcas en mi agenda, en los libros, en mi cuaderno de ideas. Hasta la próxima ronda de sacado de puntas, que suelen ser los lunes en la mañana.
En lugar de reloj de arena cuento con un deposito de aserrín. Cuando se llena ya ha pasado un mes.
Siempre hay algo por anotarse. Puedo dejar olvidados en casa la cédula, mi teléfono o mis lentes. Pero jamás me permitiría pisar la calle sin un lápiz al menos. Me sentiría incompleto, frágil, ansioso. Las mejores ideas se me ocurren en las colas del Metro. Y ya sabemos aquello de que una idea no anotada es idea olvidada.
Frecuentemente me llevo uno de estos lápices a casa. Allí seguiré con mi actividad literaria. Con un solo lápiz me basta, ya sea para anotar y subrayar frases, o para escribir mis actividades que he dejado aplazadas para el día siguiente cuando estoy por irme a dormir.
Últimamente he estado paranoico. Digamos, más bien, que he estado alerta. El índice de atracos cada día crece más. Un lápiz puede ser un arma blanca. Desde hace días los afilo pensando en eso. En defenderme. Vienen a mi cabeza pensamientos del tipo «si en el trayecto de la estación Ciudad Universitaria a Coche aparece, de pronto, un ratero solicitándome la cartera, el teléfono, los zapatos… Lo que sea». Imagino de manera muy ingenua en hacerme el héroe con un lápiz. «Crítico de día, narrador de noche y verdugo cuando viajo en transportes públicos» sería una buena descripción para mi perfil de Twitter.
Hace pocas semanas leí un tweet muy miope con una afilada carga discriminatoria: «Malandro no usa lentes». Bajo esta lógica sobreentiendo que si un malandro me observa con un libro en la mano —la lectura del Metro— me descartará al instante, como igualmente los guardias nacionales me ignorarán cuando me vean con mis lentes. Estos dos elementos literarios: lápiz y lentes me protegen de las dos fuerzas en pugna de nuestras calles. Alguien que lee mientras camina no puede portar un botín más atractivo que un libro tapadura.
A veces no me duermo tan fácilmente, pues una actividad quedó suspendida, o quizás la culminé, sí: por ejemplo: ver una película que tenía pautada para tal día, terminar de leer una novela de Jonathan Lethem, transcribir mis frases favoritas de Exploradores del abismo, sintetizar tal párrafo de tal cuento que en ese momento escribo. Si en mi agenda no aparece una equis trazada con alguno de mis lápices, es como si esa actividad no la hubiera realizado nunca, o peor: como si aún estuviera pendiente. Así que, al acostarme, se me afila ese vacío obtuso e incómodo de aquellos que se van a la cama con la sensación de estar incompletos, como si no me hubiese cepillado los dientes, o peor: como si no hubiera cenado, como muchas personas en la Venezuela actual.
Precisamente hoy, de regreso a casa y obligado a retraer mi cuerpo por la muchedumbre en el vagón, sin querer he introducido mi mano en mi bolso y ha venido a dar en el lugar menos indicado. El lápiz que había llevado a casa se reacomodaba con su afilada punta hacia arriba, a causa del trajín del Metro, del entra y sale a codazos de la gente, el lápiz se había desplazado fuera del libro La vida por delante de Muñoz Molina. El lápiz se desplazaba libremente en mi bolso. Siempre coloco el lápiz dentro de la página en la que he interrumpido mi lectura. Fuera de los escritorios, mis lápices se limitan a cumplir funciones de marcalibros.
La punta de mi lápiz se enterró justamente en el pliegue del entrededo que une el anular con el meñique. Sentí la puntada en el corazón. Según me enteré después, uno de los nervios de estos dedos tiene conexión directa con el corazón. Por lo que ahora a través de mi sistema circulatorio se desplazan micropartículas de carbono. Me suministré una transfusión de grafito.
El lápiz es un arma blanca.
El lápiz puede llegar a ser tan afilado como una espada. Razón tenía Mark Twain.
Hoy he finalizado mi día escribiendo esta nota en mi agenda: «¡Comprar curitas!». Espero encontrarlas entre tanta escasez.
Narrador y cronista venezolano
Columnista en The Wynwood Times:
McGuffins’s Café