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De la granja a la mesa

Abr 1, 2018 | Ari's Kitchen

«Entre más cerca estemos del origen de nuestra comida, será mejor para nosotros y para el planeta» Alice Waters Chef, activista y autora.

Por Ari Silva.

Una vez alguien me preguntó que cuál consideraba yo el ingrediente infaltable en la cocina, que cuál era ese sabor que para mi era indispensable.  Muchos que conozco no saben cocinar sin ajo, mientras yo lo puedo pasar por alto sin temor. Otros le llaman a la cebolla, la reina de la cocina y son prácticamente inútiles sin la sazón que da la más famosa de los allium.Yo definitivamente soy de las que no puede cocinar sin hierbas frescas.   Siendo el olfato mi sentido más agudo, no me extraña que lo que más llama mi atención en un platillo siempre ha sido el amoroso sabor de las hierbas y condimentos. Desde el fresco perejil, rizado o de gran hoja, pasando por el más usado en sopas: el cilantro, no dejando atrás al romero, la albahaca y el orégano; cada uno de ellos por separado o juntos, engalanan con sus acentos aromáticos, recetas complicadas y simples, de manera inolvidable.   Mi pasión por ellas es tan fuerte que aunque vivo en un apartamento muy pequeño, he estado cultivando algunas en mi balcón. Las plantas me han enseñado el valor imponderable de ver crecer bajo tus propios ojos, lo que luego va a ser tu alimento. Esto les puede sonar un poco raro; pero en esencia, comer lo que cultivo me da una sensación de tener un superpoder.
Desde pequeña sentía una curiosidad enorme cuando mis padres me llevaban al mercado a hacer las compras de verduras, hortalizas y frutas. Crecí en una casa en el interior de Venezuela con árboles frutales en el patio trasero, y a veces podíamos consumir algunas frutas del jardín. Los mangos de la casa de mi abuela eran los más ricos del mundo. Yo los bajaba con un artefacto que construí con mis primos, era un palo de escoba con una malla de alambre pegada en un extremo de la madera. Me gustaban firmes y rojos anaranjados, ese color que solo les da el sol zuliano y que convierte en miel la pulpa de sus frutas. Los lavaba cuidadosamente para no magullarlos y los pulía con un pañito con agua para darles brillo, luego los colocaba en una caja de zapatos. En mi mente de niña, me convertía en una productora de mangos y los vendía en el extranjero. Porque los mangos de mi abuela eran de exportación.   Mi cuarto estaba a un lado del mini jardín de mi abuela donde creció la más pequeña de las tres enormes matas de mangos. Una vez, los racimos de la fruta crecieron justo a la altura de una de las ventanas. Desperté un día y los vi pequeñitos y verdes. Amaba el mango verde con sal, pero quería verlos crecer y madurarse en la mata. Cada mañana abría la persiana para verlos cambiar de colores. Era muy sutil, pero me paraba muy cerca de ellos para observarlos y admirarlos.   Era un secreto, mi secreto. No le dije a nadie que estaban allí y que con solo abrir la ventana de vidrio podría alcanzarlos sin esfuerzo. Esperé hasta que ya estuvieron maduros para arrancarlos antes que los pájaros los vieran y los arruinaran, y allí en ese momento íntimo entre el racimo de mangos y yo, se me ocurrió la idea de comer uno directamente del árbol, como si yo fuera un pájaro. La idea de comerme un mango «vivo» se apoderó de mi muy imaginativa mente y con un poco de esfuerzo para no cortarme con los vidrios de la ventana, lo logré.   Debo confesar que no vi luces de colores ni sentí que la magia viajaba desde mi boca hasta el estómago, pero sí percibí algo especial en el acto de saborearlo de esa manera. Recordar esa anécdota me trae recuerdos muy hermosos y me acercó lúdicamente a mi más grande amor: La cocina.

La primera vez que hice un pesto con la albahaca que cultivé, le pedí permiso antes de cortarla. Para algunos puede ser una cursilería, pero mi padre me enseñó que a los alimentos y a los animales había que honrarlos antes de cocinarlos.

Mi pesto quedó riquísimo, no solo porque tenía buen sabor sino porque yo lo cuidé.

La textura, el olor intenso, la pureza del sabor, provenía de algo que toqué con mis manos desde que era una plantita pequeña. Me costó mucho que no muriera, porque yo no sabía cuál era el monto adecuado de agua para que pudiera vivir y el clima bipolar de Miami, no ayudaba mucho. Ella se secó un poco, y cuando la creí perdida, la regué, le hablé y salió de nuevo victoriosa de la muerte a regalarme enormes ramas de color verde brillante para que yo pudiera lucirme en la cocina.

Mi albahaca es especial. Aún está conmigo y acompaña muchos de mis platos.

Es casi un privilegio poder comer algo local y orgánico en un mundo que cada día se va perdiendo en la superproducción de alimentos. El uso desmedido de fertilizantes y alimentos perfectos creados en laboratorios por ingenieros que los modifican genéticamente, para que siempre tengan el mismo sabor, color y tamaño todo el año, son la opción más rápida de un público que cada día tiene menos tiempo de ir a mercados locales o no tiene el ingreso suficiente para consumir hortalizas y frutas biológicamente naturales.

Yo prefiero invertir en mercados pequeños manejados por sus dueños y apoyar la producción a baja escala y no gastar dinero en medicinas. Prueben un día comprar alimentos allí y verán la diferencia, hablo de ir directamente a las granjas productoras, de ir a los mercados y poder ver la tierra en las raíces de las hortalizas.

Alice Waters, (de quien usé la cita que abre este post) es una luchadora y activista, fundadora del movimiento «farm to table» y está trabajando desde hace muchos años para cambiar el estilo habitual de los restaurantes usando ingredientes locales de productores independientes en sus recetas y comidas.  Ella hizo de su restaurante «Chez Pannise» en California, un modelo sustentable de cocina sencilla y orgánica, creando conciencia sobre la importancia de comer saludable, fresco y de temporada. De nada sirve poder comer manzanas todo el año si te comes una manzana modificada genéticamente que va a llenar tu cuerpo de una cantidad de sustancias que no puede procesar.

Miami no solo es rica en diversidad de culturas, también lo es en la amplia variedad de mercados y restaurantes que producen y cocinan con ingredientes locales e importados de muy buena factura.

Cada vez que tengo tiempo los fines de semana me adentro en el mundo de los mercados de productores locales, y aunque no me gusten mucho los lugares con mucha gente, el placer de comprar verduras, pescados, hortalizas y frutas frescas y hermosas para cocinarlas, es más fuerte que mi terror a las multitudes.

Tengo varios sitios favoritos, por ejemplo si tengo que ir al norte, paso por Yellow Green Farmer Markets donde podrán conseguir desde las mejores tortas de pan (bread pudding) hechas por una señora americana encantadora, hasta encurtidos y aceitunas importadas, pan casero, delicateses del medio oriente, empanadas venezolanas, música en vivo y por favor, no dejen de comer en los restaurantes de allí, son maravillosos, especialmente el Chillbar, donde lo fresco y orgánico se mezcla en un ambiente amistoso y playero.

En Homestead, está el famoso Redland Market Village, donde se juntan un mercado de pulgas, mercado, tiendas, joyerías, viveros, food trucks y pequeños restaurantes mexicanos y centroamericanos. Bastante ruidoso y lleno de gente, les recomiendo ir temprano. Allí hay un puesto de buenos quesos frescos mexicanos y uno de trenza muy parecido al venezolano, todos los chiles conocidos y desconocidos y legumbres de concurso.

Allí tengo que preguntar el nombre de muchas verduras que no conozco. Uno de mis retos es comprar algo que no sé a qué sabe y luego buscar alguna receta en internet y cocinarlo. Así aprendo un poco de la culinaria de otros países.

Ya más adentro de las ciudades hay algunos mercaditos que abren los sábados o los domingos y se pueden encontrar buenas alternativas (un poco más costosas) para adquirir vegetales frescos, pescados y mariscos, panes artesanales y plantas. En Coral Gables, está el Coconut Grove Saturday Organic, la Universidad de Miami también ofrece una alternativa diferente para los buscadores de lo natural en su Well Canes Maketplace.

Una vez alguien me dijo: «Compra frutas que huelan, si pasas por la sección de frutas de un supermercado de cadena, date cuenta que la mayoría de las frutas no tienen aroma. Cuando huelas las fresas o las manzanas, compra esas porque indudablemente estarán de temporada». La gente me observa un poco raro cuando huelo un durazno, pero es la única manera de reconocer su frescura sin morderlo primero.
La próxima vez que quieras cocinar algo que tenga un sabor diferente, ve a un Farmer Market y con solo pocos ingredientes podrás ver la diferencia. Prueba con unas papas y zanahorias orgánicas (las de colores), colócale algunas hierbas frescas como romero, salvia y orégano, aceite de oliva y ajo, y ponlas a hornear a mediana temperatura hasta que se doren. Sentirás que no solo estás nutriéndote con comida real sino que convertirás este acompañante en el plato principal. Buen provecho.  

Correo: ariskitchen68@gmail.com

@AriSilva.Kitchen en Instagram

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