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Por Yorgenis Ramírez.

 

–Pana, según dicen por ahí, que así como vivas, morirás.

 

Me dice en su falso budismo come flor,  él, tan disidente de si mismo, de esos amigos entrañables que son santa Teresita del niño Jesús por fuera y Janis Joplin por dentro.

 

–Ok, ¿cómo vives tú aquí y ahora?

 

Silencio. Un silencio lapidario, propio de quien afirma cuestiones de la vida, en tono bíblico-protestante, pero no ve adentro de su propia oscuridad.

 

–¡No sé!

–¿Qué no sabes?

–Siento que me acabo de meter en tremendo peo contigo.

–Una vez más.

–Sí. Pero a mí me gusta esa vaina.

–A mi también. Por cierto, te hice una pregunta.

–Coño pana, ¿cómo te contesto esa vaina sin caerte a pajas?

–Facilito: no te caigas a pajas tú.

 

Otro largo silencio. David adopta la actitud de quien se sabe acorralado, pero confía. Y en un breve respiro, suelta lo que por días tiene atragantado en la psique:

 

–Hoy amanecí con ganas de morirme.

 

Ahora el silencio salta hacia mí y me atrapa, tirándome de las vísceras, en un irrefutable «mira, ahora ve cómo ayudas al pana, ¿Ok?».

 

–¿Cómo te gustaría que fuera tu muerte?

–¡Verga! Hasta ahí no he llegado, bro. O sea, es más una sensación que una certeza. Aunque por momentos realmente quiero dejar de vivir.

–Muy bien. Entonces, juguemos a morir y pasearnos por tu propia muerte.

–Chamo, esa vaina me da un cague ancestral. Fíjate que…

–¿Confías?

–En ti, sí. En mí, no.

–Tranquilo. No soy la mujer maravilla, pero estoy aquí, acompañándote, atento al proceso…

 

Silencio. Nos miramos explorando el miedo de cada uno, imaginando morir. Luego David decide:

 

–¡Dale play!

–Excelente… Te pregunto, ¿cómo se siente vivir tu propia muerte?

 

David me mira con la cara de quien desea adivinar qué clase de droga fumé en las últimas 24 horas. Y ante su irresoluta investigación, decide confiar:

 

–Con miedo. Mucho miedo… ¡Plomo bebé! Tú eres poeta, ¿no? Bueno, en la poesía no hay lugar para los débiles.

–Tu debilidad es bienvenida y poética.

 

David se asombra, ríe, me mira a los ojos en un destello inocente de necesaria indecisión… y se lanza a la aventura.

 

Su casa es un souvenir de objetos que despiertan múltiples apetitos emocionales palpitando tras la luz de una lámpara estilo Art Deco, la alfombra persa con inscripciones de una lengua extinta. Un toca discos de los años 50, que por fortuna de la vida aún funciona, auspiciando el paseo por un sound track de distintos matices, texturas, polivalencias de un deseo flotando en la noche de la mente. Columnas de discos de acetato, verdadero cajón desastre musical para el deleite y el asombro. Una geografía sentimental que va desde Billo’s hasta Peter Gabriel, pasando por Spinetta y Mercedes Sosa, haciendo guiños con Bach, Schubert, Lizt. Sin miedo a tropezar con lavoe, Maelo y B.B. King. Aterrizando en Ella Fitzgerald, Aretha Franklin y provocados por un Miles Davis de resonancia ingobernable.

 

El retrato de la madre de David corona la atmósfera con su presencia inmutable, propia de la pintura zen, con reminiscencias de Rembrandt y una luz mística Reveroniana en sus ojos, donde se advierte un amor más allá de las fronteras de la muerte. La madre de David murió mientras él nacía. Una muerte como llaga entre sus vísceras, una culpa sin atajos ni salidas de emergencia. Un dolor de memoria intacta, de años sin años, siempre nuevo, cuya mecánica emocional viene de los labios de Rómulo, el padre de David, en quien la palabra encarna la intensidad de los amantes que ninguna distancia desdibuja con sus años de olvido, ausencia, dolor y aguante.

 

David y yo elegimos los elementos para construir el seting psicodramático. Inusitadamente, observa con tenaz fijeza los ojos de su madre en el cuadro, presintiendo algún mensaje de lejanos abismos gobernados por el misterio. Luego me observa, transmitiendo el mensaje recibido. Yo volteo, observo los ojos de la madre en el cuadro, tratando de confirmar la señal venida de la mirada de su hijo. Volteo nuevamente y miro a David, y en un coro de miradas que acuerdan un rumbo, decidimos que aún no es tiempo para morir.

 

Yorgenis J Ramírez.

@irreligente

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Yorgenis Ramírez
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Escritor | Personal Brander | Storyteller | Copywriter

Colaborador articulista de The Wynwood Times

Columna: Apuntes desde el vértigo